Las flores de glicinia perfuman el aire de una encrucijada de calles empinadas. Desde hace un rato mis pies siguen obedientes la línea serpenteante de casas con patio y jardín que dibuja la calle La Laguna. Sin embargo, mi mente vaga sin rumbo fijo sorbiendo los últimos minutos que quedan para empezar mi primera clase de dibujo.

Todo parece muevo. Es la primera vez que paseo por esta avenida de la urbanización. Mire allá donde mire la primavera retoña fresca y alegre.Pero esas flores dulzonas recién abiertas que cuelgan de pérgolas de madera y muros de algunas casas me huelen a viejo. A un dejà vu. A un amor de juventud que apenas duró cuatro estaciones.

Todo empezó con un beso que me supo a miel un día que olía a glicinia.

-¡Cómo huele a miel!- exclamé aquella tarde aspirando con fuerza el aire cargado de aromas florales como si quisiera exprimir su esencia y guardarla en un frasco de cristal.

Él se echó a reír y cogiéndome de la mano, cruzamos la calle. Justo enfrente, grandes racimos de flores lilas sobresalían de la tapia de una finca pintada de blanco. De un salto, arrancó un ramillete y me lo acercó a la nariz. Lo olí con los ojos cerrados confirmando con un cabeceo repetido de que, en efecto, era el mismo perfume que había percibido poco antes.

-¡Parecen flores de miel! -dije llena de alborozo. Por entonces, mi olfato era inexperto e incapaz de reconocer la fragancia de flores que no fueran rosas o campanillas.

-Se llaman glicinias –aclaró él con una sonrisa mientras me miraba a los ojos.

Mi boca enmudeció al oír su nombre por primera vez. O más bien porque los labios de Roberto se adueñaron por unos segundos de mis palabras y aliento.

Aquel amor no cuajó y se partió en dos a finales de invierno, a las puertas de una nueva primavera. No sé si llegamos a celebrar juntos San Valentín. Sólo recuerdo que las flores amarillas de la mimosa empezaban a marchitarse y desprendían un olor más bien acre. Y también me acuerdo de que hacía unos días había aprendido a llamar aquel árbol por su nombre.

Han pasado ya muchas primaveras desde aquel romance. Su recuerdo fue amargo al principio. Luego, con la distancia del tiempo, el olvido fue haciéndose más grande que el recuerdo que ha permanecido de él. Un olvido que se alargó como la espigada sombra de un ciprés. Como una gota de aceite que se derrama sobre una carta de amor y emborrona sus palabras para siempre con su pringue y olor. Sólo que mi historia en vez de oler a oliva o girasol, huele a flores de miel.

Autor: Célia Hernández Romero

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