El catorce de octubre de 1631, un día después de que falleciera el capitán general de la flota de la Nueva España, Miguel de Echazarreta, zarparon diecinueve buques de Veracruz (México) en dirección a La Habana y con destino final a mi lejana y añorada patria.

Viajábamos a bordo de la nao almiranta Nuestra Señora del Juncal más de trescientas personas y un cargamento superior a un millón de monedas de plata y reales, oro y otros metales preciosos, cacao, sedas y tintes.

Al cabo de unos días, encontrándome en cubierta con mis compañeros de tripulación, el viento del norte empezó a arreciar encrespando la mar y atrayendo hacia el galeón un ejército de nubes. Rápidamente el cielo se fue cubriendo de oscuros presagios.
Bajo las órdenes del contramaestre, los oficiales dividieron y organizaron a los marines, grumetes y pajes en dos grupos. Trabajamos con gran celeridad. Manipulamos escotas y recogimos velas, corriendo unos hacia babor y otros a estribor, nerviosos y agitados como una hueste de enfebrecidas hormigas que se mueven sin rumbo aparente y una visión clara de cómo actuar ante una emergencia.

Cuando bajábamos los velachos del mastelero de trinquete, el cielo comenzó a escupir rayos, truenos y mares de lluvia. El agua no sólo entraba por cubierta. Nuestra Señora del Juncal estaba agujereada por todas partes, de popa a proa, de arriba abajo, por la quilla, la bodega, los camarotes…Nada parecía salvarse a las filtraciones del agua del océano y la lluvia. Nos empleamos a conciencia en achicar de día y de noche el agua con ayuda de los cuencos más inverosímiles que se pueda imaginar, incluidos utensilios de cocina y de uso personal.

Después de dos semanas de temporal nos faltaban manos y las esperanzas de llegar a salvo a la costa de Campeche se desvanecían. Los camarotes estaban anegados y en cubierta el agua y las ratas ahogadas nos cubrían la cintura. El mástil mayor se había partido durante la realización de una maniobra fallida. Nuestro fatídico destino se acercaba inexorablemente. El Juncal se hundía con nosotros y parte del caudal de monedas y metales preciosos que Felipe IV había demandado con urgencia para que la corona española siguiera defendiendo y ocupando su lugar hegemónico en Europa.

Mientras unos continuábamos luchando contra los elementos y la razón, otros, tanto pasajeros como parte de la dotación de marines, andaban en apariencia ociosos. Entonces, sintiéndome de pronto desbordado por los acontecimientos, me atreví a mascar mi primera y, probablemente, única hoja de coca. Por suerte se conservaba prácticamente seca. Mascando en silencio y lentamente agradecí aquel caritativo regalo con que me había obsequiado un grumete estando aún en Veracruz.

Pero no estaba todo perdido para algunos de nosotros. Las más de trescientas atribuladas almas que había en el Juncal depositamos, en un momento u otro, nuestros ojos y última esperanza en la lancha destinada a salvaguardar el correo del monarca, los nobles, el capitán y piloto del galeón.
Un grupo de hombres muy bien vestidos ofrecieron joyas al contramaestre a cambio de subir a la pequeña embarcación y librarse así de una muerte segura. Al parecer, tras varios intentos infructuosos por botar al agua la barca que carecía de mástil mayor, desistieron y se marcharon cabizbajos. Pero esto lo supe más tarde como también que aquellos aristócratas se retiraron a sus camarotes a esperar que la providencia hiciera su santa voluntad.

Apenas haría cinco minutos que había retomado con más calma y paciencia mi inútil labor de achicar agua, cuando el contramaestre me agarró de la camisa sucia y mojada y, sin mediar palabra, me arrastró junto a otro marinero hasta el lugar donde estaba la lancha. Nos sumamos a la veintena de hombres que maniobraban la barcaza, mientras un clérigo y otro pasajero se limitaban a observarnos y dar instrucciones que nadie atendía. El contramaestre regresó con un puñado de refuerzos más y, gracias a la experiencia y empeño del personal de la tripulación, conseguimos al fin hacernos a la mar.

Aquella noche del treinta y uno de octubre al uno de noviembre, subimos a la lancha un total de treinta y nueve pasajeros, el religioso, un comerciante y treinta y siete tripulantes, incluido el contramaestre. Mientras navegábamos pesada y lentamente por Cayos Arcas, entre la Bahía de Campeche y San Francisco, vimos afligidos cómo Nuestra Señora del Juncal desaparecía en el Golfo de México llevándose consigo al almirante de la flota Nueva España, Andrés de Aristizábal, y cerca de trescientas almas más. Que en paz descansen.

Con la barca sobrecargada, sin mástil mayor y apolillada, temí, y con razón, que nuestras vidas corrieran la misma suerte. Desde el momento que botamos la lancha, la mayoría nos dedicamos a recoger y tirar al mar con nuestros bonetes el agua que entraba por múltiples goteras. Y mientras unos pocos trataban de gobernar la embarcación y dirigirla hasta San Francisco de Campeche, el religioso se empeñaba en confesarnos y darnos la extremaunción a cada uno de nosotros. Sin apenas discutirlo acordamos rápidamente por unanimidad arrojar al clérigo a la borda con el fin de combatir no sólo el problema de sobrepeso que sufría la lancha. Cuando fuimos a cogerlo en volandas decididos a lanzarlo al agua, el muy astuto y rollizo religioso clamó piedad una y otra vez aferrándose a mi brazo con la fuerza de un león. No logrando zafarme de su mano, intermedié a su favor. Y entre sus ruegos, mis argumentos y gritos suplicantes, persuadimos al resto para que le perdonaran la vida. Finalmente tomamos la resolución de desprendernos de la mitad de las joyas y el botín que los nobles habían entregado al contramaestre. Una vez sanos y salvos, repartiríamos el resto del tesoro.

Cuando despuntaba el alba y después de pasar la noche en vela achicando agua, uno de los oficiales dio la voz de aviso de que había avistado un bote. De inmediato solté mi bonete, que quedó flotando en la superficie de la barcaza. Y levanté la mirada entre desfallecido y sorprendido buscando en el horizonte un resquicio de vida y movimiento al que agarrarme y no morir. Entonces divisé y reconocí el patache, la embarcación encargada de comunicarse y coordinar los diecinueve navíos que integraban la flota de la Nueva España. Tratamos de ponernos en pie todos a la vez mientras gritábamos y dirigíamos aspavientos de desbordante alegría y agradecimiento a nuestros salvadores. Un marinero y yo, no pudiendo contener por más tiempo la ansiedad y la emoción que nos embargaba, nos zambullimos de cabeza en el mar y nadamos extenuados y felices el centenar de metros que nos separaba del patache.

Ya en tierra, en Campeche, tuvimos noticias de que Nuestra Señora del Juncal no había sido el único navío de nuestra flota que había naufragado durante la travesía entre Veracruz (México) y La Habana (Cuba). También lo habían hecho, y antes que la almiranta, el galeón de escolta, Santa Teresa, y la nao mercante, San Antonio. Pero esta nueva desdicha no era la última que habríamos de lamentar. Porque a los pocos días de desembarcar, nos detuvieron a treinta y ocho de los treinta y nueve supervivientes del Juncal. La acusación: protagonizar un motín y provocar el naufragio de la nao almiranta. El denunciante: el religioso. ¡En mala hora no lo echamos a los tiburones!

Arribamos a Cádiz el dieciséis de abril de 1632, tras meses de incertidumbre. Había transcurrido casi veintiún meses desde que zarpamos de Sanlúcar de Barrameda rumbo a América. Pero aún tuvimos que armarnos de paciencia un poco más de tiempo antes de ser requeridos por la Casa de la Contratación, en Sevilla, y declararnos, por fin, inocentes de un delito que no habíamos cometido.

Celia Hernández

Celia

 

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