Y  UNA COSA LLEVA A LA OTRA…

El otro día, haciendo zapping, me di de bruces con una película de Humphrey Bogart y, como suele ocurrirme siempre que el destino me lleva a un buen film noir, me quedé enganchado. Habitualmente, si el guión es bueno y el diálogo está salpicado de frases lapidarias que se disparan unos a otros con munición de sarcasmo letal y amenazas latentes, ya no salgo de la película para nada, entro de lleno en la historia y la vivo como si fuera uno de esos testigos presenciales que exclaman “¡Yo lo he visto todo, agente, el asesino ha huido por allí!”. Pero, en este caso, hubo algo que, inoportunamente, me obligó a abstraerme de la historia: observé los pantalones de Bogie y me fijé que los llevaba abrochados muy por encima de la cintura, vaya que prácticamente le llegaban a la altura del pecho.
La elevada posición de los pantalones es algo que ya había visto en el cine de los 40’, sobretodo en actores cuyo físico lo hacían muy evidente, como Fred Astaire o James Cagney, pero hasta ahora nunca había reflexionado sobre cómo esta prenda ha ido perdiendo altura con el paso del tiempo. En otros palabras, nos hemos ido bajando cada vez más los pantalones hasta llegar al extremo de la moda hip-hop donde breakers, grafiteros, skaters y algunos modernillos sin complejos dejan que sus calzoncillos tomen un protagonismo estelar al dejarlos claramente al descubierto.
También en el terreno reivindicativo nos hemos ido bajando los pantalones con los años: al principio, las protestas sociales congregaban a individuos que gritaban al unísono “queremos” esto o lo otro, luego pasamos al “no queremos”, después dejamos prácticamente de manifestarnos para encerrarnos en un edificio público o acampar en plena ciudad y ahora parece que “podemos” pero no tenemos claro si todavía queremos o no queremos.
Hace no demasiado (cuando los pantalones se situaban exactamente a la altura de la cintura), si subía el precio del pan o de los viajes del autobús, se montaban unos pitotes tremendos y la gente, con los universitarios a la cabeza, salía a la calle para demostrar que no estaba de acuerdo. Entonces, si era necesario, se arrancaban adoquines en busca de la playa sub-asfáltica, ahora, salvo algunas excepciones, que las hay (¡para muestra, un bot9N!), nos limitamos a arrojar tweets u organizamos conciertos arrítmicos de cacerolas una hora al día.
En política, están saliendo a la luz hechos vergonzosos, pero, por inverosímiles, son tan cercanos a la ficción que, en vez de romper la entrada y salir pitando del perverso circo mediático, nos da por quedarnos a presenciar la hiperrealidad mientras los mismos pescadores de siempre expertos en sacar tajada de los ríos revueltos aprovechan nuestra estupefacción para vaciarnos lo poco que queda en la cartera; en mi caso, ya sólo la colección de tarjetas del Caprabo, Consum, Schlecker y La Sirena, el bono de 10 viajes del metro y un carnet de identidad que no sé si me identifica. Ni una sola tarjeta de crédito, ni dorada, ni black, ni de color alguno…
Pero no todo está perdido, a no ser que lo que verdaderamente queramos es no encontrarlo, claro. En El Molino de Barcelona, hay un tío que cada sábado a las 23:45 horas se sube al escenario con una pinta estrafalaria y recibe al público con una nítida declaración de intenciones al grito de “Raro, ¡tú!”. Y eso que él es muy raro, o eso parece… Aunque lo que seguro que sí es el cómico Albert Boira es un superviviente: en el cielo le ha caducado el visado y en el infierno a saber a quién habrá jodido para que no le dejen entrar aún. Pues este traficante de risas, además de contraprestar el coste de la entrada con divertidas reflexiones, redondas en el fondo y puntiagudas en la forma, nos demuestra que uno se puede bajar los pantalones sin dejar el culo al aire.
Se suele decir que el diablo sabe más por viejo que por diablo, pero yo creo que esta expresión se la inventó un anciano estúpido que quería darle valor al simple hecho de existir. Uno puede pasarse toda la vida sin aprender una mierda (con perdón) y, por el contrario, otro puede aprenderlo todo en un instante si presta la suficiente atención, si abre su mente sin límite algún y sin porro alguno, ¿eh, Albert?
Vale, tal vez todo, todo, no se puede aprender ni en un instante ni en un millón de años, pero de lo que se trata aquí es de averiguar quién diablos conoce realmente al diablo. ¿Cómo alguien puede afirmar qué sabe y qué no sabe el viejo diablo si está en esta vida, es decir, si no ha bajado aún a los infiernos para cerrar la llave de paso del gas?
Yo tampoco le conozco, pero me imagino al Maligno sentado en un enorme aunque roído sillón de terciopelo rojo, aburrido, desolado, desganado, hecho unos zorros, afilando sus cuernos y acariciando su perilla con la mirada perdida en un horizonte en llamas.
A veces, una noticia esperanzadora le llega de “arriba” y se despereza, se levanta de su sillón, mueve nerviosamente su colita terminada en forma de flecha y suspira emocionado. ¿Será Charles Manson? ¿Llegará Tejero? ¿Habrá muerto Radovan Karadžić? Pero no, hace mucho tiempo que nadie de la altura de Sadam Husein, Muamar el Gadafi u Osama bin Laden se acerca al fuego eterno. Últimamente le caen mierdecitas, gente aburrida, personas que no merecen que Belcebú se levante del sillón. Entes que han llegado casi por casualidad, por cansinos, como Don Manuel.
Además, me da a mí que el diablo lleva siglos esperando una diablesa que esté a su altura. Parece que el pobre no ha encontrado todavía su media naranja podrida. ¡Y eso que ha buscado incesantemente! Habrá que esperar a la Dulce Neus, aunque me temo que no es precisamente su tipo. Su tipo es más bien del estilo de Sofía Vergara: no muy alta y un tanto locuaz, pero inmensamente perversa y con un cuerpo que invita a la lujuria. Las caricias están prohibidas; lo suave es ofensivo; los besos, un error fatal…
Aunque, egoístamente, espero que a Sofía le quedé aún un largo trecho antes de convertirse en pretendiente a reina del inframundo. Modern Family es de las pocas series cómicas actuales que me arrancan alguna que otra carcajada. Será porque Ed O’Neill me instaló un pluging de la risa ya cuando era Al Bundy en Matrimonio con hijos. Por cierto, ¿os habéis fijado que Cam y Mitchell son como la versión en carne y hueso y dos rombos de Epi y Blas?

                                                                                                                      Víctor Peté
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