Hará unos meses leí una de esas citas que circulan por las redes sociales que decía así: “Tengo que aprender a volar entre tanta gente de pie”. Me quedé maravillada ante la frase, era como si hubiera nacido de mí; siempre había tenido tantas ganas de alzar el vuelo y sobrevolar mi silla y poderla ver desde otro punto de vista, que ya ni recuerdo de que sentimiento salió de esta reflexión. Pero como mi tenacidad no tiene límites, este agosto le puse remedio.

Después de muchos años de buscar la manera de usar mis alas y de otros tantos de perder las esperanzas, hablando sobre cuestiones de vuelos, encontré la manera de ver mi silla desde otra perspectiva. Un día, navegando por Internet, mi pareja y yo, nos topamos con la empresa TandemTeam (escuela de parapente y centro de vuelo). Leímos que tenían el equipamiento necesario para que personas con movilidad reducida pudiesen disfrutar de un vuelo en parapente. Me puse tan contenta que, dentro de mis posibilidades físicas, salté de alegría en mi silla. Contactamos con TandemTeam, nos informamos y contratamos el vuelo para mediados de agosto. El plan sería el siguiente: saldríamos de Castejón de Sos, un vehículo me subiría a una antecima y una vez allí, dentro en una especie de cesta, que seria mi “crisálida”, el instructor estaría a mi espalda dispuesto a guiar el vuelo. Saldríamos desde unos 2500 metros de altura.

El gusano que siempre quiso ser mariposa

Desde que tengo uso de razón recuerdo haberme desplazado gateando en mi casa. Quizás “gatear” pueda parecer como poco digno, pero para mi, os juro que experimento una gran sensación de libertad, puesto que dejo mi silla de lado. Así, al igual que los gusanos, tengo muy cerca el suelo, en ese momento uno de mis mejores compañeros, pero al alzar la vista pienso: ¡quién pudiera ser mariposa! ¡Alas! ¡Quiero volar! Quiero sobrevolar mi silla…

La metamorfosis

A todo gusano le llega su metamorfosis, ese proceso que imagino que será complicado pero que vale la pena arriesgarse. Después de pasar tanto tiempo arrastrándose por el suelo, llega un día en el cual se rebela y se dice que no quiere morir sin volar.

Aquella mañana de agosto, mientras ascendía a la montaña con los instructores y más gente que buscábamos aventura, pensé igual que el gusano: por fin, no voy a morir sin volar. Después de casi tres cuartos de hora de camino, llegamos al lugar de donde íbamos a salir.

El cielo estaba adoquinado de nubes y algunas de ellas estaba más bajas que nosotros. En un lugar estratégico de la loma, ideal para el despegue, me introdujeron en la “crisálida” y al igual que el gusano teje su capullo, los instructores desplegaron los hilos y la tela del parapente, que era de color lila. Esperamos a que el viento soplara a nuestro favor. Cuando el instructor dio la señal afirmativa, dos hombres empujaron mi “crisálida” ladera abajo mientras mi acompañante de vuelo corría tras de mí.

Y ¡Zás! Aquel gusanito, que era yo, dejó de existir. Me crecieron alas: unas enormes alas de color lila, rojo, verde, amarillo, azul… ¡Ya era una mariposa!

Intrusos entre nubes

Es difícil describir con palabras una sensación tan intensa cuando tu cómplice se llama Silencio. A 2.500 metros de altura existe un silencio tan lleno de música que da tristeza que los latidos de tu corazón lo interrumpan.

Silencio. Nada. Gris. Todo. Nubes. Flotar. Aire. Soy yo. Latidos. Azul. Sólo yo sin mi silla. Y otra vez silencio.

Flotar…

Flotamos como aquellas cosas que no tienen preocupaciones, como pájaros. Fuimos unos intrusos al introducirnos en una nube; por unos segundos estuve en otra dimensión. ¿A qué huelen las nubes? A recuerdos. Me acordé cuando, de pequeña, mis padres me compraban algodón dulce en las ferias y yo hundía media cara en ese algodón y me lo comía como si fuera la última vez. Estiré los brazos y las manos para robar un cachito de nube, pero no hubo manera; éstas son orgullosas y no se dejan coger.

Sobrevolamos Castejón de Sos, se veía tan pequeñito; una mancha entre el mapa verde de las montañas. Después de quince minutos planeando entre nubes y claros, descendimos. Haciendo giros en el aire nos fuimos acercando al campo de aterrizaje. Mi pareja era un puntito, le saludé con la mano pero era tan chiquito que no distinguí si me devolvía el saludo. Y poco a poco, a ese punto se le fue dibujando una cabeza, dos brazos, dos piernas hasta que se formó él. Sonreí. Mi perrito era un ser diminuto y negro que correteaba por la pista. Sonreí. Y ¡Por fin, vi a mi silla desde otra perspectiva! Vacía, aburrida, triste, una simple herramienta más. La observé y pensé; le debo tantos momentos… Entre todos esos momentos, le debo estar aquí arriba ¡volando! Fue entonces cuando volví a sonreír.

                                                                                                                             Pili Egea

pili egea

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