Una garza real se detuvo en otoño a beber agua en un lago urbano limítrofe a Barcelona. Era la primera escala que realizaba en su largo y siempre arduo periplo que empezaba en la Camarga francesa y culminaba en el país africano de Senegal. Porque tras surcar la península ibérica habría de superar un año más el reto de atravesar los confines inhóspitos del desierto del Sáhara.
La llegada de Odile al parque no dejó a nadie indiferente. Ni a sus habitantes los patos, fochas, gallinetas y una oca malhumorada; ni a sus vecinos los mirlos; ni las aves que lo visitaron aquella mañana, un grupo de lavanderas saltarinas, de gorriones, palomas y gaviotas ladronas.
Un mirlo joven con fama de poseer un pico de oro se enamoró sin remedio de ella en el mismo instante que aterrizó en la ribera. Y posándose sobre la muralla de lirios que serpenteaba la laguna, su voz aflautada y cristalina empezó a interpretar la melodía más dulce y melancólica que hubiera entonado jamás. Entonces la garza levantó la cabeza del agua y clavó sus ojos en Saúl. Unos ojos dorados enmarcados por un penacho azul marino que más que luceros, al mirlo le parecíeron dos soles.
Para alegría del mirlo, esa noche la garza se quedó a dormir en el lago. Y a la siguiente también. Por fin al tercer día Odile habló con el mirlo por primera vez con su voz áspera para formularle una petición insólita. Deseaba que le trajera madroños maduros, recién acabado el estío. Ignoraba el mirlo por entonces que aquellas aves zancudas comieran también frutos así como que los propios mirlos estuvieran incluidos en su dieta habitual. Pero pese a las dificultades que le planteaba recolectar madroños fuera de su época cumplió el encargo en la medida que se lo consintió la madre naturaleza.
La segunda prueba que debió superar Saúl consistió en demostrar su destreza en el arte de pescar truchas y carpas. Él cazaba y consumía insectos, lombrices de tierra, arañas, ciempiés, e incluso pequeños moluscos y ranas, además de sisar en los campos frutos de todo tipo. Pero nunca había probado el pescado. E intentó pescar una y otra vez en vano sin desanimarse en ningún momento. Como en opinión de la garza el mirlo padecía el grave defecto de ser paticorto,  le conminó a tallar y caminar sobre unos zancos de ramitas hechas de lentisco. De este modo lograría estar a su altura. Sin embargo, el resultado provocó la hilaridad de Odile. Y es que cada vez que el mirlo procuraba complacerla, la garza se burlaba invariablemente de él.
Transcurrieron las semanas, los meses y Odile seguía sin levantar el vuelo. Además de cantar y bailar el mirlo también le escribió y recitó versos encendidos de pasión, ensalzando el blanco níveo de su semblante y el gracioso penacho que rodeaba y teñía de azul oscuro sus párpados y nuca que le confería un misterioso e imponente aire faraónico. Glorificando su esbelto cuello gris, su boca ambarina y, ¡ay!, sobre todo, el aleteo hipnótico, sofocante de aquellos ojos dorados.
En más de una ocasión la hermana del mirlo, María, trató de persuadirle que abandonara aquel cortejo inútil, que su amor era imposible, que la garza era astuta y vanidosa y sólo pretendía jugar y reírse de él. La respuesta de Saúl siempre era la misma: “algún día también ella me querrá, estoy seguro porque veo sus ojos reflejados en el sol que así me lo dicen”. Mientras tanto, otra mirlo, Ada, empezaba a perder la esperanza de que el joven Saúl se fijara en ella. Durante los siguientes días se acercó entre temerosa y triste a la laguna con el obsesivo propósito de contemplar su imagen reflejada en el agua. Y siempre se veía insignificante, paticorta y siniestra por su color pardo oscuro comparada con la beldad y donaire natural de la garza. A partir de entonces caminó avergonzada, con el cuerpo encorvado y el pico apuntando el día entero a la hierba, los insectos y la tierra húmeda de las praderas. Y entre picoteo y picoteo se convenció de que jamás tendría pareja ni vería materializado su sueño de ser madre.
Odile regresó por primavera a los humedales de su Francia natal. Y en cuanto el viento de septiembre empezó a impregnar de olores y hojarasca otoñales las marismas tomó de nuevo rumbo a Barcelona. Voló sin descanso durante dos jornadas agitando y rasgando cielos de nubes melancólicas con sus grandes alas y profundas batidas. Saúl, alborozado por su vuelta, corrió a pretenderla y se afanó en demostrarle lo que había conseguido aprender durante su ausencia. Lo bien que entretejía, forraba y remataba los nidos. Cómo había progresado en sus clases de canto y pesca. Para enseñarle la habilidad que había adquirido en esta última labor, fue a buscar una red que había escondido en un seto de espino de fuego. Rasguñado por sus púas se colocó luego en un recodo del estanque, tendió la malla provista de un hilo superior y esperó paciente elevado en el aire a que picaran los peces. Cuando percibió que una carpa ondeaba el agua, tiró rápidamente del hilo y la malla se cerró capturándola en el interior. Segundos después un magnífico ejemplar de carpa caía aleteando a los pies de Odile. Sin embargo, su proeza volvió a ser premiada con las medallas del desdén y el desprecio llevándose además a la pradera el recordatorio de que era y sería siempre menudo, paticorto y negro como la noche.

mirlo 2

El otoño siguiente Odile regresó al lago acompañada de una garza macho. El mirlo enamorado creía que se moría. Se había convertido en un consumado pescador y hasta comía a diario pequeñas cantidades de pescado. Pero se le secaron de pronto las ganas de alardear. Dejó de frecuentar el prado, se negó a comer gusanos, insectos, ranitas, semillas, frutos e incluso carpas y truchas. Y a las dos semanas, se murió de inanición y pena oculto entre las ramas de un arbusto de viburno plantado frente al pantano.
Cuando la garza supo que iba a ser madre se pavoneó y proclamó su preñez a los cuatro vientos diciendo a vecinos y desconocidos que su cría sería la más bella y graciosa criatura que hubiera pisado jamás aquel parque. A medida que su arrogancia crecía , un profundo sentimiento de infelicidad y desesperación se iba enquistando en el corazón de Ada.
Sin embargo, la hermana del mirlo muerto, espoleada por una sed insaciable de impartir justicia, trazó y llevó a cabo un plan con que vengarse de Odile. De este modo, un día, aprovechando que la pareja de garzas se hallaba pescando, hurtó el único huevo que había puesto, lo sustituyó por otro huero y el bueno lo depositó por la noche en el lugar donde Ada dormía su pena.
Transcurrieron veintiocho días y el nido de la pareja de garzas no registró ninguna señal de vida. A última hora de esa misma tarde, pero en la pradera, al abrigo de un seto de retama blanca y de viburno, un  polluelo gris larguirucho con cabeza de alfiler graznaba por primera vez a su mamá mirlo.
Tras esperar cuatro semanas más sin que el huevo se abriera, Odile desoyó a Paul, su pareja, cuando trató de prevenirla de que tal vez su cría estaba muerta y continuó incubándolo día y noche. Mientras Paul se encargó de pescar y alimentarla durante meses. Hasta que se cansó de seguir esperando, de traer comida, y, sobre todo, de la  testarudez de Odile de no querer abandonar el nido bajo ningún pretexto o argumento. Debía volver a su país con o sin ella. Y una mañana de primavera se marchó hacia los humedales del sur de Francia.
La garza dejó de pescar. Se negaba a separarse un solo segundo de su futuro hijo. Creía que nacería de un momento a otro, cuando menos lo esperara. Y sin perder la soberbia aseguraba a quienes se le acercaban que cuánto más se demorara su nacimiento, más hermoso sería. Y con esta idea siguió incansable acuclillada el resto de la primavera, el verano, otoño y el invierno siguiente entre las cañas de los carrizales. Se nutría básicamente de insectos y, con mucha suerte, de algún pollo de focha extraviado.
María empezó a sentir compasión por Odile.Ya no quedaba en ella rastro de su belleza y vigor juveniles. Le partía el corazón cada vez que la veía dirigir una mirada furtiva al polluelo de garza que criaban las mirlos del parque y la sorprendía a continuación picoteando alicaída en el cascarón vacío cuando creía que nadie la observaba. Un día le ofreció una rana que está, con aire ofendido, rechazó al momento sin atender a las razones que esgrimía el pájaro sobre la necesidad de que ingiriera proteína animal. Ada también intentó ayudarla trayendo a su nido lombrices de tierra que tampoco aceptó girando su ajado cuello, antaño esbelto y lustroso. María y Ada organizaron un grupo de mirlos para tratar sin resultado de atrapar una anguila, carpa o trucha con que alimentarla. Y presas del desánimo se acordaron de Saúl, de su ingenio y tesón. También  Odile tenía últimamente muy presente en su pensamiento al mirlo que la pretendió y murió víctima del desamor. Y suspiraba en su frío nidal sabiendo que él la hubiera querido, alimentado y cuidado hasta el final.
Una noche de invierno en que granizaba, la garza soñó con el mirlo negro. Supo que era él porque alzando el cuello al cielo vio sus ojos pardo oscuro reflejados en el sol. Venía a buscarla para acompañarla de regreso a su país y los suyos. Viajaban uno junto al otro, rozándose amorosamente las alas, sobrevolando la Camarga francesa cuando Odile descubrió que una cría de mirlo los seguía muy de cerca. Miró a su amado sonriendo y le embargó entonces una felicidad desconocida.
AL despertar a la mañana siguientese fue a pescar. Entregó una trucha a la hija de Ada y el resto lo engulló decidida a volver a Francia en cuanto sus fuerzas se lo permitieran.Porque había comprendidoque nunca era demasiado tarde para empezar una nueva vida y aprender a ser feliz. Sin vanidad. Incluso sin hijos ni Saúl.

Celia Hernández

Celia

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