Mi madre lo paso fatal cuando me parió. Después de diez horas intentando darme a luz, los ojos del ginecólogo se abrieron como platos. La exclamación del doctor despertó a la enfermera de su ensoñación. Mi madre supo que algo iba mal.
– ¡Que es eso! -vociferaba la pobre enfermera-. Pero ¿qué le está saliendo a esta mujer? Parece algo de metal y goma ¿no?
El ginecólogo no daba crédito a lo que veía. Reflexionó unos segundos y, ante la dificultad que presentaba el parto, decidió anestesiar a mi madre. Tras hacerle un corte en la panza, primero nació la silla de ruedas y acto seguido nací yo. Después de limpiarnos, con cara de satisfacción, la enfermera me llevó hasta los brazos de mi padre y a la silla también.
– Han sido gemelas, han pesado dos kilos novecientos gramos cada una –le informó con voz risueña la enfermera-. Son preciosas.
Mi padre nos cogió a las dos y nos acunó con ternura infinita.
-Tú serás Pili y tú Rodas –dijo orgulloso mi padre-. Sí, Pili Egea y Rodas Egea, me
gusta como suena.

Mi infancia fue distinta a la del resto de los niños de mi edad, y la de mi hermana también. Durante doce meses nuestro crecimiento fue normal. Mientras que a mí me salían los dientes de leche, a Rodas le salieron unos radios chiquitos en las ruedas. Mis padres estaban muy orgullosos de nosotras. Yo era guapa y mi hermana tenía unos reposapiés magníficos con un resplandor especial. Todo fue perfecto hasta que cumplimos los tres añitos; mi hermana ya daba sus primeros rodajes y a veces hasta hacía giros, en cambio yo, ni rodajes ni giros ni pasitos. Me llevaron al médico y no me dieron el diagnóstico hasta ocho meses después. Parálisis cerebral. A mis padres se les cayó el mundo encima. Pero yo, inocente de mí, seguía jugueteando e incordiando a mi hermana, por el volumen de su reposabrazos. Hay gente que tiene la nariz grande ¿no?, pues Rodas tenía unos reposabrazos superlativos.

El día de nuestro doceavo cumpleaños fue decisivo en nuestras vidas. En medio de tanto regalo, que por cierto, todos fueron para mí, me percaté de la decepción de mi hermana. En el colegio los niños la ignoraban, en la calle la gente le echaba una mirada despectiva, en casa participaba muy poco en mis juegos. Seguramente Rodas tenía una depresión. Por mi cerebro infantil pasaron mil ideas. Pero ¿por qué estaba deprimida? Ella no hablaba, no comía, no sentía. ¿Qué le pasaba a Rodas? ¿Era un vegetal? Me acerqué a ella con mucho cuidado y le acaricié el reposapiés. No obtuve respuesta. Suavemente mi mano fue ascendiendo por las curvas del asiento; su tela era lisa y resistente. Me di cuenta de que su estructura tenía forma de cuatro y pensé que a lo mejor, si me sentaba encima de ella, podía sentirse más útil. Sí. Y ¿por qué no? Además, los gastos que mis padres hacían al comprarme sillas de paraguas podían eliminarse y total, si Rodas se quejaba siempre quedaba la opción de bajarme. Me subí y al descubrir que sus ruedas brillaban con una intensidad inaudita, supe que mi hermana era feliz. Y yo me sentía como la reina de Saba teniendo su contacto diario.
A partir de aquel momento, supimos que nuestros destinos estaban unidos para siempre. Había nacido un vínculo de sangre y acero, que nada ni nadie podría romper jamás.

                                                                                                                               Pili Egea

pili egea

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