¿Duermes? ¿O acaso estás ya despierta, mi pequeña? Entre las sábanas oigo tu respiración, y cómo tu abdomen sube y baja rozando la fría ropa que cubre la cama. Fuera de estas cuatro paredes llueve, más allá del cristal que nos enmarca cada día la ciudad, y las gotas caen sobre el alquitrán y el cemento formando una lámina de agua tan fina como el susurro de un pájaro que está aprendiendo a cantar.
¿Duermes, mi niña? ¿O acaso sólo estás soñando despierta, con los ojos fijos en la pared que devora la escasa luz que se cuela entre los ojos de la persiana? Tus dedos finos juegan con la piel de la cama, con las sábanas que envuelven tu cuerpecito blanco y tembloroso. Estoy seguro que notas como mi cuerpo yace a unos escasos centímetros del tuyo, y que una dulce vocecita te dice que este momento es eterno. Te das la vuelta, y con tus ojos de media luna me miras, con los párpados desperezándose y las pupilas abiertas, a punto de chispear. Tu carita de porcelana está a sólo unos milímetros de mi boca. Tus labios, agrietados de la resaca amorosa de la noche anterior, tienen sed de mí.
– Aún nos queda una horita…
Tus palabras, medio ahogadas en el algodón del sueño, me reafirman en mi determinación. Me acerco sigilosamente y te beso el labio superior, mordiéndotelo como si fuera una fruta madura. Mi lengua comienza a juguetear entre tus dientes, rebota en la cavidad húmeda que es tu boca pecadora. Te estremeces y acaricias mi pecho con las yemas ansiosas de tus dedos de hada. Fuera llovizna. Dentro ha comenzado el diluvio.
Sin saber cómo, tus brazos acaban rodeando mi espalda y acariciando mi dorso, mientras nuestras respiraciones se superponen una a otra, inspirando y expirando a la vez. Mi pecho recibe tus besos y caricias mientras mi miembro se yergue y tu alma se deshace. A medida que las gotas luchan contra el cristal nos vamos dando cuenta de que ya no hay camino de retorno hacia el sueño. O nos amamos aquí y ahora o la lluvia nos arrastrará con ella hacia el mar en que todos los enamorados han naufragado.
Tus manos se encuentran con un mástil firme y seguro, un salvavidas suave y recio que ha probado las aguas del estanque que tienes entre tus piernas. Abres tu desnudez y dejas que todo mi ser entre en tu interior con la liviandad de un pétalo que flotase sobre la espuma del agua. Y el oleaje anuncia su llegada con un ronroneo lejano que acaba por convertirse en una sinfonía acuática.
Hundo mis dedos unos dos centímetros por encima de tu ombligo, en ese punto secreto dónde sólo tú y yo sabemos que se encuentra el origen del ser, dónde la respiración es una marea irresistible que sube y baja, inflándose y vaciándose como la bolsa de una gaita gallega. Tu voz ronca y queda es el murmullo del río que lucha contra la roca. Mis palabras se ahogan en el inmenso océano que se abre entre tus piernas. Somos la risa de un niño perdido y hambriento que vuelve por fin a casa. El minutero golpea incesantemente la habitación acampanada. Las gotas atacan con furia el cristal que nos resguarda. Fuera llueve. Dentro diluvia.
Oímos el impromptu que vamos creando con dedos como chispas y ojos como llamas incendiarias. Todo tu cuerpo es Roma ardiendo, enfebrecido, y el mío se consume mientras empezamos una lenta cadencia circular y concéntrica, orbitando sobre ese planeta aún por descubrir que es tu sexo. Con nuestro inspirar y expirar formamos acordes, nota sobre nota, suspiro sobre bufido y exhalación sobre gemido. Tu voz ya no es tuya. Mis manos hace rato que han dejado de obedecerme, sólo siguen los surcos que el placer tiene dibujados en el cuerpo de la mujer, esperando que el hombre que la contemple pacientemente pueda descubrirlos y recorrerlos. Remo sobre tu cuerpo y tú dejas que mi barca se hunda en ti. Y la penetración de tus aguas vírgenes hace que tu cuerpo vuele por encima de la ciudad y sus sombríos habitantes.
Un trueno explota mientras tus piernas tiemblan de placer, recorridas por una sacudida eléctrica. Gritas, gritas en la oscuridad de la tempestad que tienes entre tus piernas. La luz del relámpago te sorprende siendo penetrada por mí, y en ese momento no necesitas ser salvada de nada ni de nadie: has descubierto que el instante en que el amor deshace la carne es suficiente para calmar todas las tormentas de tu vida. Estallo dentro de ti cuando el sol se filtra entre los huecos de la persiana. La sinfonía ha acabado.
Fuera ha llovido. Dentro, simplemente, el amor se ha consumado.
Sergio Carballo Losada