Llevaba meses histérica esperando mi primera visita en el hospital para saber si mi problema tenía solución quirúrgica. Las semanas previas a la cita empecé a dormir mal, el pecho me palpitaba arrítmico, inquieto de día y de noche. Me costaba conciliar el sueño y, una vez conseguía dormirme, a las tres o cuatro horas recurrentes pesadillas me despertaban sobresaltada con el corazón bombeando sangre a toda máquina. Este estado de nerviosismo lo achaqué al principio a mis fracasados intentos de acercarme a un compañero de trabajo que no me rechazaba claramente pero que tampoco acababa de darme el sí definitivo.
No sería sino un par de días antes de ir al hospital cuando logré desenmascarar con ayuda de mi mejor amiga, Anabel, el verdadero origen de aquella congoja. Hacía cinco años una tía mía entró en coma debido a un error de cálculo en la anestesia que le administraron durante una intervención quirúrgica y ahora vivía casi como un vegetal. Que el fantasma de la parálisis me perseguía era ahora más que una evidencia. La actitud indecisa, maliciosamente ambigua de Juan también había añadido más leña a mi zozobra, para qué engañarse, pero tras cuatro meses infructuosos yo me mostraba ya escéptica, cautelosa respecto a nuestro futuro como pareja.
Sin necesidad de pedírselo, mi amiga me acompañó al hospital tranquilizándome en todo momento y contagiándome su incombustible optimismo. En cuanto apareció mi número en la pantalla de la sala de espera, me levanté de un salto del asiento dejando caer al suelo la sonrisa que me acababa de regalar Anabel contándome una de sus tantas ocurrencias. Rígida y seria entré en la consulta 512 custodiada por mi amiga.
El cirujano, un hombre joven de cara lunar y algo fornido, apenas me hizo caso ni dio crédito a los síntomas que le relaté apresuradamente y a la vía crucis que estaba viviendo dentro y fuera del baño desde hacía casi diez meses.
Ya empezaba a sospechar que no me operaría cuando de pronto me indicó con un gesto desafiante que me subiera a la camilla con el fin de comprobar si sufría hemorroides, una fisura anal o, por el contrario, una imaginación malsana. Tras de sí desplegó el biombo que había acollado a la pared. Me dijo que me colocara boca abajo con los antebrazos apoyados sobre la camilla y las rodillas dobladas. Se enfundó unos guantes azules desechables y se dispuso a explorar el conducto rectal. Hubo un momento en que dejé escapar un fuerte alarido de dolor, él se disculpó y al finalizar, me acercó dos apósitos. El diagnóstico y el tratamiento no ofrecían ya ninguna duda: se trataba de una fisura anal que requería una pequeña cirugía. Compungida vuelvo a la butaca y me siento de lado mientras mi amiga apoya solícita su mano sobre mi hombro con expresión triste. Las palabras del médico suenan ahora más que consoladoras, alentadoras. La anestesia sería local y la intervención, ambulatoria. Y me mira condescendiente, amable con unos ojos sorprendentemente diáfanos, cálidos, directos tras sus lentes circulares de miope. Le devuelvo la mirada y me sumerjo en la paz, el dulce sosiego de aquellas pupilas castañas donde perdura el brillo y una inocencia casi infantil que aún no han perdido de una inocencia casi infantil. Reímos en tres ocasiones sin dejar de entrelazar nuestros ojos como si fueran piedras lunares o cristales de topacio que quisieran engarzarse para siempre. La camilla de tortura, el dolor físico y hasta Anabel parecían haberse disuelto bajo el influjo de aquella apacible y secreta alianza.
El hombre se despide extendiéndonos una mano suave, tibia y firme mientras yo además le agradezco sus palabras reconfortantes. Salgo exultante del despacho precedida por una sonriente Anabel. La sala se encuentra medio vacía. Por un instante mantengo la convicción de que la mayoría de pacientes ha debido salir despavorida tras oír mis gritos. De camino al mostrador comento a mi amiga la buena impresión y confianza que el cirujano me ha transmitido. La candidez, la sinceridad y la serena hermosura de sus ojos. Anabel me escucha atenta con una sonrisa expansiva bailándole por las comisuras de la boca, los ojos y los pómulos sonrosados por la calefacción.
Nos acabábamos de añadir a la fila de personas que esperaba ante el mostrador cuando me espeta por fin con su habitual desenfado y picardía:
-Y a él también le ha gustado tu ojo…, digo tus ojos y mucho, no te quepa la menor duda.
La observo boquiabierta entre sorprendida y extrañada por espacio de un segundo antes de soltar una sonora carcajada y sentir una punzada a la altura del cóccix.

Célia Hernández

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