Y UNA COSA LLEVA A LA OTRA…

Esta vez he sido comedido y sólo me he planteado un único propósito para el nuevo año: no auto engañarme con propósitos que luego no puedo cumplir.
Me imagino que esta reducción drástica en los buenos deseos para el nuevo ciclo se debe a la enorme sensación de fracaso tras años de propósitos estampados contra la pared, de impotencia al ver que querer y poder no van tan ligados como se dice, de desolación al comprobar que realizar un esfuerzo requiere esfuerzo.
El año pasado, sin ir más lejos, me propuse adelgazar cinco kilos para poder recuperar esa camisa a rayas que me sentaba tan bien y que había perdido parte de su verticalidad en favor de la oblicuidad obligada por la demasiado generosa nueva orografía de mi cuerpo. Empecé con una dieta severa que rehuía todo lo bueno (repostería, guisos, pan, alcohol…) para someterme al ataque del grupo alimentario de los protoaburridos (verduras, legumbres, agua…). Perdí dos kilos en un mes y eso me animó bastante, así que me atreví a más y decidí salir a correr un par de días a la semana para contribuir a la disminución de grasas visibles. Corriendo, resté dos kilos más en el siguiente mes, pero el quinto kilo en el corredor de la muerte no parecía querer facilitarme las cosas y se empeñaba en agarrarse a mí como una garrapata ninja.
Viendo que el tema ya no iba de kilos, sino que la nueva batalla se libraba en gramos, me propuse (y eso sí lo cumplí) comprarme una balanza más precisa, que no escatimara décimas ni centésimas, por si acaso. Y fui pesándome cada día implorando comprobar que el último kilo cediera de una vez, pero nada, ni unos míseros gramos. De repente, me di cuenta de que quizás no estaba tan lejos de mi objetivo porque me estaba pesando con las gafas puestas y éstas seguro que ocupan lo suyo. Decidí quitarme las gafas para aligerar carga, pero entonces, sin ellas, no podía leer el número que marcaba la báscula, así que opté por hacer una foto con el móvil para poder captar el número, pero resultó que el móvil era más pesado incluso que las gafas, con lo cual se me ocurrió tomar la imagen bajando rápidamente de la balanza, hasta que descubrí que la pantalla sólo duraba unos 3 segundos encendida y no daba tiempo a sacar la foto.
Ante ese panorama, recapacité y recurrí a las matemáticas: si averiguo el peso específico de las gafas y lo resto del total de mi cuerpo, sabré cuál es mi peso real. Coloqué las gafas sobre la báscula, pero resultó que eran demasiado ligeras para poder poner en marcha el mecanismo, lo que me llevó a dos posibles soluciones: operarme de miopía o pedirle a mi hermana que me trajera de Andorra una balanza de cocina de ultrasensible para objetos ligeros. Opté por lo segundo porque mi nueva adquisición me permitiría también poder ajustarme correctamente a las estrictas medidas de los alimentos si quería someterme a una dieta más radical, de esas de “13 gramos de pavo y 18 gramos de arroz para cenar”.
Hablando de arroz, abro un paréntesis: el otro día fui a un restaurante chino y, escuchando al camarero tomando nota, pensé que, con el menú que tienen, también es mala suerte que los orientales no sepan pronunciar la “r”: “Lollo de plimavela”, “Alos flito tles delicias”, “Celdo aglidulce”, “Telnela al culy”, “Tliángulo Dolado”… Cielo el paléntesis.
Pues, 30 gramos pesan mis gafas. 30 gramos de mierda que me situaron ante la cruda realidad de mis otros 970 gramos 100% made in mí que se habían asociado en un frente común y se manifestaban cada mañana en el baño al grito de “¡No más desahucios!”. Nunca gané esa última batalla y jamás volví a utilizar la báscula de cocina. Al fin y al cabo, ¿quién quiere precisión cuando todo a nuestro alrededor es tan ambiguo, tan etéreo, tan volátil, tan aquí te pillo aquí te mato?
Yo, antes creía en la NASA; me refiero a después de creer en la Santísima Trinidad (David Bowie, Lou Reed e Iggy Pop) y antes de profesar mi fe ciega al Dios Supremo (Homer Simpson). La NASA era el paradigma de la perfección tecnológica, del “hasta el infinito y más allá”. En mi pueblo se solía decir “no te apuestes nada con la NASA porque perderás”, aunque también se solía decir “si no tienes nada que apostar, no tienes nada que perder” y “muerto yo, muertas las vacas”, pero ésta es otra historia. A lo que íbamos, la NASA era para mí el no va más de lo impoluto, lo flamante, lo infalible. Todo lo hacían bien, todo, y estaba convencido de que “Houston, tenemos un problema” correspondía a cualquier excusa de los astronautas para poder pronunciar la famosa frase en directo ante millones de personas: “Houston, tenemos un problema: se nos ha acabado la Coca-Cola con sabor a cereza dulce”, “Houston, tenemos un problema: no nos acordamos del nombre del otro componente del grupo Wham!”, “Houston, tenemos un problema: nos hemos quedado sin papel higiénico” (bueno, ese sí sería un gran problema a bordo, donde no hay hojas secas ni arena solidificada).
Que conste que no voy a entrar a valorar los desgraciados siniestros de varias naves de la NASA, porque un accidente lo puede tener cualquiera, pero que, en 1999, el Mars Climate Orbiter desapareciera sin dejar rastro por culpa de una “pequeña confusión” entre millas y kilómetros me dolió mucho. Todo un elaboradísimo plan estratégico con los mejores científicos del mundo para posar una nave en Marte al traste por errar en una simple regla de tres: “si La Tierra está a 92.000.000 de kilómetros de distancia de Marte y un kilómetro son 0,6214 millas, entonces lo que separa a los dos planetas son 57.168.800 millas”. ¡Fácil, muy fácil! E incomprensible el error, del mismo modo que sigo sin entender que, el pasado mes de noviembre, la Agencia Espacial Europea consiguiera situar la sonda espacial Rosetta en la órbita de un cometa que se encuentra a 500 millones de kilómetros de La Tierra y, a la hora de posar el módulo sobre el mismísimo cometa, lo hicieran con tan mala pata que no le da el Sol y, por tanto, no puede recargar sus baterías para ponerse en funcionamiento. ¿Quién conducía el módulo, Mr. Bean?
En fin, el hombre es el único animal que tropieza dos veces con la misma piedra y, a menudo, incluso se la pone delante para no olvidar tropezar una tercera, y la ciencia, como todo el mundo sabe, está llena de misterios sin resolver. Sin ir más lejos, ¿cómo es posible que, tras décadas de producción en masa de flanes de vainilla, nadie haya sido aún capaz de inventar un envase que nos permita acceder con la cuchara hasta el último rincón para evitar que queden huerfanitos esos pobres restos enganchados entre los surcos traidores? Dudas, dudas…

Víctor Peté

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