Marco descorchó una botella de cava y llenó las copas. Una música brasileña de Vinicius de Moraes sonaba en el ambiente. Cogí mi copa y capturé de ella una fresa. Me la lleve a los labios y empecé a juguetear con ella, dándole pequeños mordiscos y chupándole su jugo dulce. Me gusta su sabor dulce pero intenso. Marco me miraba sensualmente mientras se desabrochaban los dos primeros botones de su camisa color granate. Me estremecí al sentir su mirada en mi pecho.

– ¿Ya se han marchado tu mujer y tus hijas? –le pregunté mientras cruzaba las piernas enfundadas en unas medias negras y dejaba caer un zapato al suelo-. ¿Cuándo volverán?

– Se marcharon esta tarde a la torre de mis suegros –dice con esa mirada maligna que tanto conozco-. Volverán pasado mañana. Te puedes quedar conmigo, en mi casa, hasta pasado mañana. Si lo deseas así…

– ¿Te ves capaz de cuidar de mí…? – le pedí muy suave, mientras mi pie buscaba, por debajo de la mesa su entrepierna con mucho cariño.

Marco dio un saltito al sentir mi pie y me dedicó una sonrisa de niño malo.

– Cómo no te voy a cuidar, mi princesa –me contestó-. Hasta el día de mi boda te deseé…

Marco me cogió la mano; sentí su lengua tibia jugueteando entre mis dedos.

– ¿Sí…? –le dije haciéndome la tonta.

Era verdad. El día de su boda, Marco, me miraba mucho, demasiado. Por eso provoqué a mi novio para ver la reacción de Marco. Y funcionó.

– ¡Ay, Dios! Cuando vi cómo te besaba, en el cuello, el cerdo de tu novio, creí que iba a morir de celos y de impotencia.

Le sonreí y una vez más le miré lo que dejaba ver su camisa granate semiabierta. Observé aquel vello oscuro que le hacía tan varonil, y tanto me seducía. Chupé lo que me quedaba de la fresa con los labios y luego me la pasé por el pecho impregnando mi piel de su jugo. Lo que quedaba de la fresa me la llevé a la boca y me la comí. Marco se me acercó; clavó su mirada felina en mi pecho y desesperadamente lamió la esencia de fresa de mi piel

– Ese día le hice el amor a mi mujer como un loco pensado en ti. Pensando en las curvas de tu cuerpo, enfundado en aquel vestido negro… -me susurraba, mientras sus labios subían por mi cuello hasta llegar a la oreja. Sentí su aliento cerca de mí y me invadió un cosquilleo en mi sexo-. En aquella mirada de pantera que me echastes cuando, mi mujer y yo, cortábamos el pastel nupcial.

– No te debías haber casado con ella… no se merece que le hagamos esto, no tiene la culpa –le dije mientras me besaba-. Me gustas, pero estamos haciendo algo mal… Siempre lo hacemos mal.

Yo estaba sentada, y Marco se agachó para estar a mi nivel. Me agarró por la nuca, con suavidad, y me beso con pasión en la boca. Su lengua golosa jugueteaba y sentí como una pequeña descarga me atravesaba por todo el cuerpo. Le cogí por la solapa de su camisa granate y sin compasión le arranqué todos los botones. Me levantó, mirándome a los ojos, y me puso de pie delante de él. Marco dejo caer de mis hombros los tirantes, primero uno y luego el otro. Mi vestido negro resbaló por mi cuerpo. Yo le quité su camisa.

– ¿Te acuerdas cómo nos conocimos? –me dijo besándome el cuello-. Parecías un ángel.

– ¿Si me acuerdo del día en que nos conocimos? -le respondí- No comprendo por qué seguiste ella. ¿Por qué no la dejaste por mí? Si en verdad sentiste el mismo flechazo que yo sentí contigo. Fuiste un cobarde, Marco.

– Sí, pero… -me dijo. Me besaba el nódulo de la oreja para hacerme callar. Él sabe que así pierdo el control. Empecé a besarle por su pecho, alrededor de sus pezones morenos. La suavidad de su vello hacía que cada vez me precipitará más hacia abajo mientras él me aguantaba fuertemente de los hombros. Mis labios sedientos llegaron hasta a la redondez de su obligo. Allí me detuve para besarle y chuparle cada centímetro de su piel. Le bajé los pantalones y su slip negros muy despacito. Él me alzó, mientras nuestros cuerpos se tocaban irremediablemente. Sentí como mi sexo se humedecía, mientras sus manos recorrían mi cintura. Marco me bajo las braguitas de raso y cayeron al suelo; sus manos me acariciaban las nalgas. Me quedé ante él solamente con unas medias con puntilla negra. Noté su pene erecto tocando mi piel. Yo me cogí a su espalda para no perder el equilibro y caerme. Él se despojó totalmente de sus prendas. Me cogió en brazos, me llevó a su habitación y me tumbó sobre la cama. Recorrió con su ávida lengua cada rincón de mi cuerpo. Yo empecé a gemir de placer mientras mi cuerpo se arqueaba húmedo. Él acercó su cara a la mía y le di mordisquitos en los labios. Le lamí el nódulo de la oreja. Él empezó a gemir. Sentí en mi piel su pene duro, duro. Lo miré a los ojos, lo aparté de mí y lo tumbé boca arriba. Con su ayuda me coloqué sobre él, me quedé sentada sobre él. Al botar mi sexo con su pene, la respiración de Marco se acereló. Empezó a masajearme mis pechos duros.

– ¿Dime por qué no te quedaste conmigo? –le pregunté poniéndole los brazos en cruz sobre la cama, agarrándoselos con fuerza-. ¡Dímelo!, ¿acaso ella te gustaba más que yo?

– No, no. Siempre me has gustado tú más que ella. Tú más que nadie –me dice con tono casi suplicante-. Pero fui un idiota. Creí que no era lo suficiente maduro para afrontar tu situación. Un idiota…

– ¿Siempre estaremos así, Marco? -le supliqué soltándole los brazos-. El mes que viene me caso…

– ¿Y por qué cambiar, mi princesa?

Marco se libera de esa posición y se colocó encima de mí. Yo abrí las piernas para recibirlo y fui sintiendo su pene erecto penetrando en mi cuerpo. Inmediatamente después danzamos e intercambiamos gemidos y fluidos. Hasta que nuestros cuerpos y mentes se fundieron en una ola de placer.

Me desperté. Estaba sudorosa y mi cabeza reposaba sobre el pecho de Marco. Aspiré el olor de su piel; tenía el mismo olor agridulce de siempre, de después de hacer el amor.

– ¿Cómo estás, mi princesa? –me saluda acariciándome el pelo.

– Bien, cariño –le contesto dándole un besito en el pezón-. ¿Y tú?

– ¡Mmmm! Maravillosamente.

Con mi dedo le hice círculos y tracé caminos invisibles por su vientre.

– Marco, dime ¿qué te gusta más de mí?

– Me gustas porque sabes a fresa… –me dijo muy bajito.

Le sonreí con una sonrisa pícara y le dije:

– ¿No será que te da morbo hacerlo con una que va el silla de ruedas? –le pregunté como en otras ocasiones.

Marco me contesta con una sonrisa de niño travieso como siempre.

– Y de mí ¿qué es lo que te da más morbo? –me preguntó con decisión.

Con una mirada juguetona, le contesto:

– Que eres mi cuñado.

pili egea

Pili Egea

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