Dicen que de mi padre he heredado mi arrojo para hablar en público sin pasar demasiada vergüenza y de mi madre el coraje para bailar sin complejos ante la gente. Eso sí, que me atreva a bailar sin pudor alguno, no significa para nada que sepa realmente moverme, quiero decir que mi madre intentó enseñarme, pero, aunque puso mucho empeño, al final desistió y se dedicó a otros menesteres, como preparar compulsivamente natillas de fresa para toda la familia y vecinos.

Hablando de mamás y tozudez, hace tiempo que me ronda una duda por la cabeza y me tiene mosca ya: ¿qué hacía la mamá de Marco en Argentina, a tres mil leguas de su niño? ¿Acaso era una argentina residente en Italia que había cruzado el charco para ver su familia por Navidad y no había regresado por culpa de una sobredosis de dulce de leche? ¿Era una MILF integrante de las Mama Chicho de gira por Sudamérica? ¿Se había convertido en una comercial transatlántica de tuperwares para tiramisú? ¿Estaba huyendo del hogar cansada de soportar el hedor a pobreza de la ruinosa clínica de su marido?
Ya me daba rabia ver cómo, episodio tras episodio, Marco se las pasaba canutas intentando encontrar a su mamá y, ahora, encima, estoy poniendo en duda el carácter épico del pequeño y su mono. Porque, si al final va a resultar que su madre era un pelandusca que se las piraba al grito de “¡Ahí os quedáis!”, no hacía falta alforjas para ese viaje. Bueno, de hecho, no hacía falta alforjas ni viaje, con olvidarse de la progenitora y ahogar las penas en Nutella, hubiera sido suficiente y nos hubiera ahorrado unos cuantos disgustos a los masocas fans de la serie.
¡Todo era tan trágico en esos dibujos animados de nuestra infancia! Lo que llegó a sufrir Heidi (que era Marco travestido, no nos engañemos) en Fráncfort con Fräulein Rottenmeier. Qué borde era esa bruja y qué mal se lo hacía pasar a la niña, a la que, encima, le habían obligado a cambiar su nombre por el de Adelaida; lo mismo que le pasó a Toby aka Kunta Kinte y al Don Juan de Sabina cuando, de tanto pintarse los labios, se convirtió en Juana La Loca. Vivíamos cada drama: Jackie y Nuca se volvían huérfanos porque un cazador furtivo había asesinado a su madre y Oliver y Benji se veían obligados a jugar a fútbol en campos kilométricos, pero el más puteado de toda la historia animada nipona de entonces era, sin duda alguna, Patrash, el perro de Flandes.
En esa época, yo era muy pequeño y no había siquiera oído hablar del concepto de eutanasia, pero, cada vez que algún hijo de perra le hacía una perrería al pobre perro (es decir, en cada capítulo), pedía para mis adentros que se lo llevaran a jugar al cielo con los angelitos perrunos. Sólo una vez dejé de lado esa fantasía porque se me había ocurrido una idea: escribir una carta a Dartacán y los Tres Mosqueperros para pedirles que fueran en su busca y lo salvaran de los malvados villanos. Aunque había un problema y es que yo no tenía ni papa de francés y ya sabéis cómo son los gabachos si no te expresas en su idioma como si fueras Josep Maria Flotats…
Precisamente, el otro día estaba en una comida y surgió la típica pregunta galofóbica de sobremesa: “Al fin y al cabo, ¿qué tienen de bueno los franceses?”. Yo, que no soy para nada admirador de nuestro país vecino, les recordé sus quesos, sus patés, sus magret de pato, sus perfumes, sus prendas de alta costura, sus Manet, sus Monet, su Edith Piaf, su Laetitia Casta, su Brigitte Bardot, su Astérix, su Inspector Clouseau, su capitán Renault, su guillotina reductora de altura de clases, sus menâge à trois… Entonces, otra de las personas de la mesa advirtió que algunos de los grandes exponentes franceses de los últimos tiempos no eran 100% made in France, sino hijos adoptivos como Salvador Dalí, Pablo Picasso, Jane Birkin, Carla Bruni, Karim Benzema o Manuel Valls.
El debate sobre la legitimidad en la identidad me sugiere una cuestión que quizás no sea tan transcendente como otra que me atormenta (si en los anuncios de Eurodisney te ofrecen “niños gratis”, ¿para qué llevarlos desde casa?), pero, al menos, sí suficientemente interesante para debatirla en la próxima junta de mi comunidad de vecinos: ¿la originalidad es un atributo sobrevalorado o, por el contrario, es preferible anteponer cualquier chapuza singular a una copia impecable?
Creo que, como sentenciaba la canción de Jarabe de Palo, depende, todo depende de según cómo se mire. Sin ir más lejos, la semana pasada la pequeña de las Kardashian se convirtió en trend topic por su afición a inflarse los labios a base de aspirar vasos de chupito. Ésta es una imitación deplorable (su hermana Kim se ensanchó el culo, aunque desconozco con qué tamaño de vaso) y, a la vez, una estúpida idea supuestamente original que sólo beneficiará a los fabricantes de vasos de chupito, porque las autoridades competentes (dos palabras antagónicas, sin duda) ya han advertido que esta práctica friki-pija puede conllevar consecuencias desastrosas, a lo Carmen de Mairena.
Sea como sea, para bien o para mal, de hermanos los hay de todos colores, pero madre sólo hay una y se basta y se sobra, porque dispone de superpoderes para generar saliva multiusos que todo lo limpia y todo lo cura, lanzar a gran velocidad zapatillas que siempre llegan certeramente a su destino, conducir a la vez un carro de la compra y el carrito del niño sin confundir los contenidos de ambos vehículos, y hallar impecablemente, sin ayuda de los marshals, los calcetines fugitivos que han abandonado a su pareja en el cajón del armario.

Víctor Peté

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