Enríque Martínez actor
el psiconauta
(o el largo viaje hacia uno mismo)
Enrique Martínez Actor, leyenda viva del teatro experimental español, popularizado por sus papeles en películas como 800 balas o en series de televisión como Los hombres de Paco; músico, viajero, terapeuta y profesor de voz, destacado cantante de voces armónicas: Enrique Martínez es, al mismo tiempo, muchos hombres. Su biografía es un blanco móvil, un centro difícil de fijar
Está sentado en la terraza del piso donde vive: es mediodía. El sol abre una grieta entre las nubes. El aire es un remanso. Frente a la terraza, el horizonte es un bosquejo de árboles y antenas y edificios de ladrillo. Enrique Martínez se acaba de despertar: tiene el pelo rojo, revuelto, la barba de dos días, la mirada perdida del que anda buscándose a sí mismo. Se inclina, levanta con cuidado la taza de té que tiene delante, y bebe.
–Yo nací en 1961, en Alcantarilla, Murcia.
–¿Alcantarilla?
–Sí –dice– en la cloaca.
Y deja escapar una leve sonrisa.
Para hacerse una idea de cómo era aquel pueblo en los años 60, hay que pensar en Las Hurdes, el documental de Luis Buñuel: pobreza, mucha pobreza, casas donde nunca se probaba un bocado de jamón porque no había dinero para pagarlo, caminos sin asfaltar, alto índice de analfabetismo entra la población envejecida, carromatos tirados por caballos para vender el vino y las gaseosas. Y en las aulas de las escuelas, el signo de la época: un crucifijo franqueado por fotos de Franco y José Antonio Primo de Rivera.
–¿Cómo fue tu infancia en aquel pueblo?
–Mi recuerdo de la infancia en Alcantarilla es mi madre despertándome todas las mañanas para ir al colegio; la magia de la niñez; la manera en que llamaba la atención de la gente por mi aspecto, y esa forma de sentirme un bicho raro; pero también los amigos y maestros importantes que fueron apareciendo en el camino. Si miro atrás, aunque yo pertenecía a una familia que estaba más acomodada, aquel no era un lugar idílico, era más bien un lugar jodido; pero yo vivía la magia de la niñez, lo vivía con otros ojos. Por supuesto, aquellos eran tiempos duros, tiempos de Franco, y había un ambiente de represión en muchos sentidos.
–¿Hasta qué edad viviste allí?
–Hasta los 18 años. Luego me fui a vivir a Murcia, donde empecé en serio con el teatro.
Suena el teléfono. Enrique levanta una ceja, pero decide ignorarlo. Pasan unos segundos, o poco más, y el teléfono vuelve a sonar: esta vez Enrique pide disculpas, y se levanta para atender la llamada. El cielo empieza a despejarse: entre las nubes hay ahora pequeñas manchas de un azul canoso. A lo lejos, la voz de Enrique, una débil carcajada, un hablamos más tarde, y después un silencio. Regresa a la terraza:
–Son unos músicos de Valladolid que quieren que cante con ellos en un evento –dice, y se vuelve a acomodar en su silla.
–¿Por dónde íbamos?
***
Enrique Martínez es un hombre de mediana estatura; tiene los ojos azules, la piel blanca, muy blanca, con pecas; y un acento que, aunque de manera sutil, todavía revela su origen murciano. Su biografía es un blanco móvil, un centro difícil de fijar: Enrique Martínez es, entre otras cosas, actor y músico, o músico y actor, depende del día. Durante la segunda mitad de la década de 1980, y la primera de los 90, fue uno de los protagonistas del teatro de experimentación en España –y, para algunos, también de Europa- con el mítico grupo Arena Teatro, que fundó –junto a al director catalán Esteve Graset y otros actores– en 1986. Viajó con la compañía por España, primero, y después por media Europa, México y Estados Unidos: la compañía fue invitada a presentarse en algunas de las salas y festivales más importantes de la época. Tras la disolución de Arena Teatro, en 1993, fundó Unidad Móvil, una productora de artes escénicas con la que hizo giras por España, Estonia, Colombia, Venezuela y Costa Rica, para presentar propuestas alternativas de teatro contemporáneo y de teatro clown. Luego, en el año 2000, decidió saltar al cine y la televisión: desde entonces ha trabajado en la gran pantalla con directores como Enrique Urbizu, Álex de la Iglesia, Daniel Monzón, Jorge Sánchez Cabezudo o Milos Forman. De 2005 a 2009 interpretó a Enrique “Quique” Gallardo, uno de los policías de la popular serie de televisión de Ante 3 Los hombres de Paco, papel que le dio a conocer ante un público más amplio. También ha desarrollado, de manera paralela, una intensa carrera como músico, compositor, improvisador vocal e investigador, convirtiéndose con los años en un reconocido “terapeuta” de la voz, y en uno de los exponentes de cantos armónicos más innovadores de España.
****
–¿Volviste alguna vez a Alcantarilla?
–Sí, claro. Mi madre seguía viviendo allí. Y luego, con el grupo de teatro, alquilamos un cine de invierno en el pueblo al que yo iba de pequeño, para ensayar nuestras obras. Después volvía cada cierto tiempo a presentar algún espectáculo. Siempre he mantenido el vínculo con Alcantarilla.
–Antes dijiste que, a pesar de las circunstancias, allí fuiste un niño feliz…
–Sí. La infancia en el pueblo fue una etapa feliz; al menos hasta que crecí un poco más y entré en la enseñanza secundaria y empecé a verlo todo con rebeldía.
–¿Sientes nostalgia de aquella época?
–No. Soy una persona muy sensible y la nostalgia me hace mucho daño, así que huyo de ella. Apoyarme en algo que no existe me crea sensación de impotencia. Me gusta la imaginación y la fantasía durante un ratito, pero apoyarme en los recuerdos me parece enfermizo.
–¿Y en qué te apoyas?
–Tengo 54 años, y siento que estoy en ese momento en el que eres tu propio padre y tu propia madre. Todos nacemos y morimos. Prácticamente no me queda más familia cercana que una tía y dos hermanas. Entonces no veo la infancia como un paraíso perdido al que haya que volver. Creo que la vida es un hacia delante, un camino de llegaste y no volverás, aunque luego te reencarnes.
***
Enrique Martínez llegó a la ciudad de Murcia con 18 años y se enroló en una escuela de teatro con mala fama en la que duró apenas seis meses. Luego se puso a trabajar por su cuenta haciendo teatro amateur, animaciones, y cualquier otra cosa que fuese apareciendo en el camino. Los días eran un ir y venir dando tumbos, un no saber qué, un no saber dónde: no tenía ni la menor idea de cómo ubicarse en el mundo. Pasado un tiempo, decidió que lo mejor que podía hacer era tomarse pararse a pensar y a descubrirse a sí como persona. Dicho de otro modo: se subió a un avión con rumbo a Inglaterra, y no regresó hasta ocho o nueve meses más tarde.
En Inglaterra leyó, estudió, aprendió inglés, reflexionó, cuestionó algunas de sus viejas ideas, tiró abajo algunos diques mentales que había arrastro consigo desde Alcantarilla, se puso a prueba, y buscó sin parar hasta dar con algo que pensó que valía la pena: una idea llamada Arena Teatro. Se le ocurrió constituir un grupo que se dedicara al teatro de búsqueda y de experimentación, un teatro de vanguardia, y tenía muy claro quién era la persona ideal para dirigir aquel proyecto: Esteve Graset, un destacado creador escénico catalán, que era conocido en el mundo del teatro por sus trabajos de investigación en torno al cuerpo y a las técnicas vocales. Así que, tras darle muchas vueltas, levantó el teléfono y llamó a Graset para contarle lo que estaba tramando, y Graset se mostró receptivo.
–Cuando volví a España, solicité una subvención al Ayuntamiento de Alcantarilla para montar la compañía, y después invité a Graset para que viniera a Murcia a dirigir la primera función. Graset accedió, pero entonces la subvención del ayuntamiento no salió, así que tuve que pedir un crédito al banco para poder pagar su alojamiento y los gastos mínimos de aquella producción.
El primero montaje de Arena Teatro fue una comedia muda y surrealista, titulada Fase 1, usos domésticos, que contaba la historia de tres cómicos desamparados que estaban en la ruina, y que de pronto recibían como encargo desarrollar un proyecto de la NASA que consistía en mostrarle a los habitantes de otros planetas cuáles eran los hábitos y comportamiento del hombre en la Tierra. La obra se estrenó en la Sala Claramente, en Murcia, y luego se presentó en Sitges y otras localidades catalanas, resultando ser un éxito rotundo: llenar un teatro en la España de los años 80 con una obra experimental no era ni mucho menos una tarea sencilla.
El grupo fue ganando prestigio con cada función, y muy pronto empezaron a hacer giras por gran parte de España, y después, también, por Europa: con el tiempo actuaron en Portugal, Francia, Italia, Suiza, Austria, Croacia, Polonia, Finlandia, Alemania, Holanda, Bélgica y Gran Bretaña. Uno de los momentos cumbre de la compañía llegó cuando el reputado director y productor holandés Ritsaert ten Cate le extendió una invitación para presentarse en el Mickery Theater de Ámsterdam, un espacio reconocido mundialmente por su promoción del teatro alternativo, donde habían actuado figuras de la talla de William Defoe o Steve Buscemi. Luego viajaron a México, y después a Estados Unidos, donde fueron invitados a presentarse en La MaMa, un mítico club del East Village de Nueva York, considerado uno de los centros gravitatorios del teatro experimental, y desde donde habían lanzado sus carreras actores como Whoopi Goldberg, Al Pacino, Diane Lane o Robert De Niro.
Pero en alguna que otra ocasión también se metieron en la boca del lobo:
–En 1991 fuimos al festival de Eurokaz, en Zagreb, Croacia, y nos pilló la guerra –dice Enrique Martínez, hurgando en los recuerdos–. Fuimos invitados al evento junto a un montón de compañías internacionales, pero cuando estábamos allí nos llamaron de la embajada española en Belgrado para decirnos que estábamos en peligro, que los mercenarios avanzaban, y que ya se encontraban a tan sólo diez kilómetros de la ciudad. Nos dijeron que teníamos que abandonar Zagreb cuanto antes, y dirigirnos a Belgrado como refugiados, para luego volver a España. Pero nos hacía mucha ilusión participar en el festival, y, como los organizadores nos decían que no había peligro, decidimos quedarnos.
–¿Y qué dijeron entonces los de la embajada?
–Nos llamaron para decirnos que nos quitarían el pasaporte si no íbamos a Belgrado.
–¿Y ustedes qué hicieron?
–Nos envalentonamos y dijimos que no nos íbamos. Los del festival nos decían que no nos preocupáramos, que iba a haber un acuerdo político, pero la situación se fue haciendo insostenible. Recuerdo que mientras estuvimos allí bombardearon el aeropuerto de Zagreb, y recuerdo que yo me pasaba ratos mirando por las ventanas del hotel para ver si venían los tanques. Así que al final decidimos que lo mejor era irnos a Belgrado.
–¿Y de allí regresaron a España?
–Sí. Pero cuando llegamos descubrimos que se habían esparcido toda clase de rumores falsos sobre nosotros. La prensa española había dicho que habíamos estado en los tiroteos, que habíamos estado en la guerra. Dijeron que éramos un ‘grupo de danza’ que había asistido a un ‘festival de folclor’, cuando en realidad se trataba de un festival internacional de teatro de gran prestigio; y también dijeron que no queríamos salir de allí porque éramos unos rebeldes y porque queríamos vacilar al gobierno.
La etapa de Arena Teatro llegó a su fin en 1992, después de la presentación de la obra Fenómenos atmosféricos en el Teatro Central de la Exposición Universal de Sevilla. El grupo estaba en su mejor momento, habían recibido ofertas para hacer producciones en Bruselas y otros lugares, pero Enrique sintió que, para él, el ciclo de Arena había llegado a su fin, y que era momento de hacer otras cosas. Tras la disolución de la compañía, creó –junto a otros actores de Arena– la productora Unidad Móvil, con el objetivo de aglutinar escritura, música y teatro, y llevar la cultura a “todas partes”.
Desde Unidad Móvil impulsó –entre otras cosas– dos importantes proyectos: uno de creación de textos contemporáneos, y otro de teatro clown. El teatro de vanguardia era un terreno en el que Enrique tenía mucha experiencia; pero el teatro clown, en cambio, era un área en la que aún tenía que profundizar. Para ello, fue a Holanda a hacer un taller con el clown más famoso de Europa en aquel momento, Bolek Polivka, y luego lo persiguió en vano por Francia para intentar comprarle algunas de sus obras de teatro. Tal fue su empeño que, poco después, viajó a la flamante República Checa –“era enero”, dice, “y hacía 30 grados bajo cero”– para intentarlo de nuevo: Polivka lo recibió –no tuvo opción: Enrique se presentó sin aviso en la puerta de su casa– y lo invitó unos días a un castillo que tenía en una granja mientras decidía si venderle o no algunas de sus obras: al final, Enrique regresó a España con dos piezas del maestro checo bajo el brazo.
A lo largo de su trayectoria, Unidad Móvil organizó numerosos talleres sobre creación, arte escénica o técnicas vocales; hizo largas giras por pueblos y ciudades de España; se presentó en más de una docena de festivales nacionales e internacionales; y viajó por varios países de Latinoamérica. En eso pasaron siete años (el mismo tiempo que duró el ciclo de Arena Teatro), hasta que un día Enrique dijo basta otra vez, y volvió a hacer las maletas: quería reinventarse, así que decidió marcharse a Madrid para dar el paso al mundo del cine y de la tele.
***
–¿Estás cómodo? –pregunta, pensativo, desde un lugar lejano. Es primavera, y ha empezado a soplar un aire fresco.
El plano es este: Enrique, en su silla, con la frente arrugada, las cejas rojas arqueadas levemente sobre los ojos achicados, la mirada perdida del que se ha quedado contemplando un instante la bobina de su vida. Detrás, hay macetas con flores y plantas bien cuidadas, un calle estrecha que se aleja entre los altos edificios, y uno, dos, tres tejados con tendederos y antenas parabólicas.
–Mejor vamos dentro, al salón –dice, y se levanta.
El salón es un mapa incompleto de Enrique: hay una tele, un sofá, un sillón reclinable. Hay un piano, y junto al piano, varias columnas de discos y películas. Hay un mueble con fotos, papeles, cartas, un globo terráqueo, pequeñas figuras orientales, y objetos varios. Hay, en el suelo, algunas plantas, y entre las plantas, una escultura de un elefante hindú tocando un sitar alargado. Hay, junto a la tele, una mandolina bluegrass, de pie, como una estatua. Hay, en la mesa frente al sofá, un diccionario de inglés-español, una revista de National Geographic, un libro de Walter Burket, La creación de lo sagrado, y otro titulado Hookor, de su representante Sol Montoya. Sobre el sofá hay varias libretas de apunte, una lupa, algunos libros: El mundo en el oído, de Ramón Andrés; La espiritualidad del cuerpo, de Alexander Lowen; Levitation, de Susan Hiller; For the Love of Vinyl (The Album Art of Hipgnosis), de Storm Thorgerson y Aubrey Powell.
–Me gusta rodearme de libros para que me llegue una buena onda –dice, mientras se acomoda en el sillón reclinable.
–¿Y esos cuadernillos?
–Son para tomar notas.
–¿De qué tomas notas?
–De cualquier cosa. También llevo un diario. Empecé a escribir en el año 89 porque Esteve Graset nos estimulaba para que escribiéramos un diario de trabajo; y más adelante, en 2003, empecé a escribir un diario personal que ya va por ocho tomos.
–¿Has hecho alguna vez activismo político? –le pregunto por preguntar.
–No –dice–. Estuve a punto de entrar en las juventudes maoístas, en la etapa en que legalizaron al partido comunista, pero afortunadamente no lo hice.
–¿Qué te echó para atrás?
–Que me di cuenta de que yo no era activista.
–¿Tenías buena relación con tus padres?
–Adoraba a mi madre porque no tenía figura de padre. O sea, mi padre era quien me llevaba a los bares, quien me paseaba, pero era alcohólico y fumador, y se fue alcoholizando cada vez más con el tiempo. Cuando él llegaba de la fábrica, se sentaba a ver el fútbol o los toros en la tele a blanco y negro. Yo solía estar tocando la guitarra y él me llamaba para que fuera a ver la tele con él. Mi padre murió cuando yo tenia 19 años y no se enteró ni de que yo quería ser actor ni nada. Con mi madre, en cambio, estuve muy unido. Con ella tuve un complejo de Edipo muy fuerte.
–¿Qué piensas de ti mismo?
–Creo que cualquier cosa que diga no sería fiable, porque la imagen que uno tiene de sí mismo a veces no coincide con lo que los demás ven de ti. Soy un hombre que todavía sigue luchando con su autoestima, que ha tenido que vencer muchas veces el narcisismo, que es a su vez el miedo a sufrir, el miedo a que le pasen cosas chungas en la vida. En fin, una persona que intenta encontrar la humildad, que intenta encontrar esa parte de sí que le hace feliz, que busca encontrar eso que Jung llamaba el self, que está más allá de la mente, más allá del carácter, y que te llena de energía, que te hace sentirte pleno, y que viene y va. Soy una persona que intenta entender la vida, que intenta ver sus señales, que intenta ver sus correspondencias, sus resonancias. Que piensa que aquí nada es arbitrario.
–¿Qué ha significado para ti ser pelirrojo en un país de morenos?
–Bastante –dice, y se ríe. –Lo que puede ser una ventaja, luego puede ser un inconveniente. En mi pueblo, cuando yo era pequeño, habíamos dos pelirrojos, y nos decían “¡Rojo Malpelo; rojo que no eres bueno!”, y cosas como esas; así que la historia de ser un bicho raro siempre la he vivido. En cuanto al mundo de la actuación, tanto en el teatro como en el cine he sido un actor muy particular, y no sólo por ser pelirrojo, sino también por mi tipología, por mi forma de moverme. Soy peculiar. Pero bueno, a veces también me he querido bastante, porque también me encanta esa parte de raro, claro que sí. En Irlanda sería uno más.
–¿Tienes ascendencia de algún país del norte de Europa?
–Nunca me he hecho el árbol genealógico, pero creo que sí. En el siglo XIX venían los ingleses a Murcia para explotar las minas, y creo que mis abuelas tenían ascendencia por ahí.
–¿Quieres que paremos?
–Estoy bien. He reservado la mañana para ti.
***
Se mudó de Murcia a Madrid en el año 2000. Llegó con la actriz Elena Octavia, su pareja de entonces, y sin dinero, pero con la idea clara de hacer cine y televisión. Los últimos dos o tres años había viajado con frecuencia a la capital para hacer sketches (escenas cortas de humor) para algunos programas de tele, pero cuando se mudó a Madrid, Enrique no tenía nada amarrado: llegaba, como llega cualquier otro actor, para buscárselas. Había sido uno de los protagonistas del teatro español contemporáneo, y ahora, a sus 39 años, iba empezar de cero.
Durante el primer año en Madrid, Enrique continuó haciendo bolos por algunos pueblos de España, mientras esperaba a que le saliera un papel de cine o televisión. Pero no tuvo que esperar mucho: al poco tiempo lo contrataron para hacer algunos episódicos en la serie Ala…dina, de Antena 3. Luego, en 2001, le ofrecieron interpretar un papel de reparto en la película La caja 507, de Enrique Urbizu, y también hizo algunas sesiones para la serie El comisario, de Telecinco. A partir de entonces, y durante mucho tiempo, no paró de trabajar: en 2002 le dieron uno de los papeles protagónicos en la película 800 balas, de Álex de la Iglesia; y, después, apareció en los largometrajes La vida mancha, de Urbizu, y en Slam, de Miguel Martín.
–En La caja 507 interpreté a un pijo farlopero de discoteca que estaba metido en líos con capos y mafiosos –dice Enrique desde el sillón, riendo–. Recuerdo que Urbizu llevaba siete años sin hacer películas, y de repente arrancó de nuevo. Y me seleccionaron para hacer aquel papel, que fue breve, pero intenso. Ahí tuve que enfrentarme a mis miedos porque, aunque ya había trabajado en muchos cortos, aquel era mi primer papel en un largometraje. Luego salió 800 balas, que marcó un antes y un después para mí porque ahí me dieron un papel importante y conocí de verdad lo que era el mundo del cine.
Después de 800 balas, su ritmo de trabajo se intensificó: le pidieron algunos sketches para el programa Camaleones, de Antena 3; lo llamaron para hacer un episódico en la serie Hospital Central, de Telecinco; trabajó en películas como Mala uva, de Javier Domingo; Crimen ferpecto o La habitación del niño, de Alex de la Iglesia; Kovac Box, de Daniel Monzón; La noche de los girasoles, de Jorge Sánchez Cabezudo; Goya’s Ghost, de Milos Forman; o Alatriste, de Agustín Díaz.
–En el rodaje de Alatriste Viggo Mortensen me clavó una espada –dice, y enseguida pasa a hablar de otra cosa. Lo detengo, le pido que vuelva atrás un momento:
–¿Cómo que te clavó una espada?
–Sí. Me llamaron para un papelito en el que peleaba contra Alatriste, el personaje que interpretaba Viggo, y me dijeron que me tenían que enseñar espada. Total, que me tuvieron dos meses practicando una coreografía muy sencilla, en la que hacíamos espada medieval y espada de película de acción. Todo esto porque Bob Anderson, el famoso esgrimista que había hecho de doble de Darth Vader en La guerra de las galaxias, vio en mí cualidades para hacer el papel.
–¿Y qué hacía el doble de Darth Vader en el rodaje de Alatriste?
–Era el monitor de Viggo, su hombre de confianza, su profesor para las escenas de acción.
–¿Entonces qué sucedió?
–Después de estar practicando durante dos meses, llegó el día del rodaje, y entonces Bob Anderson nos dijo que pusiéramos “la carne en el asador”. Y eso hicimos: Viggo tenía que meterme la espada por debajo de las axilas, pero quizá porque caí mal o porque no abrí los brazos lo suficiente, me la clavó en el antebrazo. Se me rompió un vaso capilar o algo así, y empecé a escupir sangre y a gritar ‘me muero, me muero’. Todo el mundo se quedó pálido, también Bob Anderson, que no lograba ni moverse de su silla. Lo recuerdo muy bien: él llevaba unas gafas de sol y no pudo ni abrir la boca. Creo que en todos los años de su carrera nunca le había pasado algo así, y eso que había hecho escenas mucho más difíciles, pero a mí siempre me pasan cosas raras.
–¿Y después qué?
–Vino el director y me dijo “lo siento tronco” y me llevaron al hospital, pero milagrosamente la espada no había tocado partes fundamentales. Si hubiera sido una vena, ni lo cuento.
–¿Y Viggo qué hizo?
–Me regaló una botella de vino, y me dijo que quería que yo terminara la secuencia. Me contó que a él esa noche también le clavaron una espada y le hicieron un corte en la mano. Él se sentía culpable, y por eso quería que la secuencia la rodara yo, y no otro actor, pero luego los directores y la producción decidieron cortar la escena por miedo a que yo los denunciara.
–¿Entonces al final no saliste en la peli?
– No. Al principio yo salía en el tráiler, en la escena de lucha, pero luego ya me quitaron de la secuencia. Cuando salió, compré el DVD para ver qué pasaba y descubrí que me habían quitado hasta de las secuencias eliminadas que se suelen poner al final. Claro, para cubrirse las espaldas.
–Vaya…
–Luego me pasó una cosa curiosa.
–¿Qué?
–Me enviaron la invitación para el estreno de la película, y yo llamé a una amiga y amante que tenía en Murcia, y le dije que viniera a Madrid para que me acompañara al evento. Nos vestimos guapos y fuimos al estreno, pero yo me había confundido, y cuando llegamos al cine nos dijeron que el estreno había sido la noche anterior. Pero al día siguiente íbamos paseando por El Rastro y de pronto nos encontramos con Viggo, y él vino y me dio un abrazo, y mi amiga flipando de ver a Viggo Mortensen abrazándome de repente en medio de El Rastro. Ja,ja,ja. Entonces él me preguntó que por qué no había ido al estreno, y le conté lo que había sucedido.
–¿Hablaron de la película?
–Me dijo: “Joder, han cortado nuestra secuencia”. Y yo le dije que de todos modos tampoco era muy importante; pero el siguió insistiendo, y dijo: “No, te equivocas, porque es el único momento donde se ve la cara oscura de Alatriste, que se emborracha y mata por odio, por placer de matar, cosa que no se produce en ningún otro momento a lo largo de su vida”. Total, que me di cuenta de que a Viggo le había molestado que cortaran la escena, y claro, la chica flipó y ese día, cuando volvimos a casa, follamos como locos.
***
Entre 2004 y 2005 protagonizó –junto al actor Manuel Tallafé– Dos hombres sin destino, una obra teatral escrita por Pepón Montero y Juan Maidagán, y producida por Álex de la Iglesia. La obra se estrenó en Bilbao, y fue un éxito; luego se presentó en Salamanca, Salou, Murcia, Gijón, Almería, Madrid (donde estuvieron en cartel durante un mes), y Barcelona (donde estuvieron en cartel durante mes y medio).
Tras concluir la gira teatral, Enrique obtuvo un papel en la popular serie de Antena 3 Los hombres de Paco: interpretó de 2005 a 2009 a Enrique “Quique” Gallardo, un policía atípico que no paraba de meterse en líos. Ese papel le generó mayor notoriedad entre el público general, y, a partir de entonces, la gente empezó a detenerlo en la calle para saludarlo, para hacerse una foto y/o pedirle un autógrafo. Algunos policías, incluso, se le acercaban y le mostraban sus placas para que él viese que eran policías de verdad.
–Todavía hoy –dice– hay gente que me sigue reconociendo en la calle por ese papel, y que me saludan cuando paso o me paran para preguntarme si se pueden hacer una foto conmigo.
–¿Y cómo lo llevas?
–Cuando empezó la serie no estaba habituado a eso. Hubo momentos tensos. Luego con el tiempo aprendí a llevarlo. Ahora ya no me molesta.
En el último episodio de la octava temporada de Los hombres de Paco, los guionistas de la serie se cargaron de un solo plumazo a cuatro personajes importantes de la serie, entre ellos el de Enrique, que cayó abatido en una balacera entre la mafia y la policía. Las críticas no tardaron en llover, y muchos medios y foros sirvieron de altavoz para el descontento que provocó en el público aquel trágico final.
–Ese fue uno de los peores días que he vivido en un rodaje –dice la actriz Neus Sanz, quien hizo de Rita en la serie–. Fue bastante triste porque Enrique y yo nos habíamos hecho muy amigos y sentí que me quitaban un pedacito de mí. Recuerdo que habían designado a otro actor para arrastrar el cuerpo de su personaje después del tiroteo, pero yo le pedí al director, David Molina, que me dejara hacerlo a mí para estar con Quique en ese momento final, acompañándolo, y el director me lo concedió. Fue difícil. Las compañeras de maquillaje y vestuario tuvieron que calmarme.
María José Andrés, que trabajó en el departamento de peluquería de la serie, recuerda otra anécdota de aquel día. Dice:
–Tras rodarse la secuencia del tiroteo, Enrique se encerró en el baño y empezó a cantar voces armónicas. Estuvo cantando un rato. Él no se daba cuenta de que lo estábamos escuchando, pero todo el lugar retumbaba con la potencia de su voz. Nos impactó mucho. Fue algo que nunca olvidaré.
Entre 2008 y 2009, el actor también trabajó en Plutón B.R.B. Nero, una serie cómica de ciencia ficción producida por TVE y dirigida por Álex de la Iglesia. En aquella producción hizo de Hoffman, el peculiar mecánico de una nave espacial que parte de la Tierra en el año 2500 con el objetivo de encontrar otro planeta habitable.
Pero 2009 terminó siendo un año difícil para Enrique: al desenlace de su papel en Los hombres de Paco, donde había trabajado casi cinco años, y a la culminación de la serie Plutón B.R.B. Nero, tras sólo dos temporadas, se sumaron la muerte de su adorada madre y la ruptura con quien había sido su amiga y representante durante diez años, Sol Montoya. Había pasado mucho tiempo desde aquel día borroso en el que, siendo todavía un muchacho, se marchó de Alcantarilla con la ilusión de convertirse en actor de teatro, y ahora, a sus 48 años, el hijo de Diego Martínez e Isabel Muñoz, músico, viajero, terapeuta y profesor de voz, leyenda viva del teatro contemporáneo español, que había logrado reinventarse con éxito en actor de cine y televisión, se encontraba de pronto sumido en una profunda crisis existencial: ya no estaba seguro de saber a dónde iba. Entonces se tomó un tiempo y decidió hacer lo que había hecho ya en otros momentos difíciles de su vida: inició un proceso exploratorio para volver a dar consigo mismo.
O, lo que es lo mismo: para encontrarse, se subió a un avión y se fue a convivir con los místicos sufíes de Chipre.
***
–¿Quieres café o té? –pregunta, y se levanta para ir a la cocina. Lleva una camiseta naranja, unos pantalones tibetanos y unas pantuflas moradas. En la cocina tararea una lenta melodía que no logro reconocer. Después vuelve al salón, y coloca dos tazas con té sobre la mesa: las tazas son souvenires de Los hombres de Paco.
–Antes de venir a vivir a Madrid –dice–, yo había hecho un taller de terapia a través de la respiración holotrópica. El tema de la voz me había interesado siempre como herramienta de trabajo en el teatro, pero a raíz de aquel taller de respiración empecé a preguntarme si la voz podía servir como instrumento terapéutico. Luego, en el año 2000 o 2001, hice un segundo taller y empezaron a sucederme cosas extrañas.
–¿Qué tipo de cosas?
–Tenía sueños en torno al tema de la voz. Yo creía que me estaba volviendo loco. O que algo raro me estaba pasando. También tuve un sueño donde se caí el techo de mi casa, y se cumplió un tiempo después. Me empezaron a salir armónicos de la voz, los llamados Overtone singing, de los cuales no sabía prácticamente nada hasta ese momento. Era como si tuviera un espíritu a mí alrededor, pero benéfico. Mi pareja de entonces se despertaba asustada porque me escuchaba mover los labios y hacer sonidos extraños. Eso me llevó a un camino de investigación muy intenso. Entonces me fui dando cuenta de que aquellos armónicos que me salían se potenciaban cuando utilizaba el piano, y que éstos tenían un efecto de relajación y de terapia.
–¿Tu pareja y tú estaban en la casa cuando se cayó el techo?
–Sí, estábamos dentro. Llevaba un tiempo enfermo, cosa que es poco habitual en mí, y un día mirando la luna desde la ventana de la casa vi una raja en el techo, pero en ese momento no le dimos demasiada importancia, y nos fuimos a la cama. De pronto, como a las cuatro de la mañana, mi novia me despertó para que saliéramos de la casa porque el techo se estaba cayendo. Cogimos al gato y salimos corriendo, y cuando llegamos al bajo del edificio escuchamos el ¡pum!
A partir de entonces, Enrique empezó a desarrollar, de manera paralela a su trabajo de actor, una carrera como músico y profesor de voz. Investigó sobre los cantos armónicos, releyó Hacia un teatro pobre, de Grotowski, así como los trabajos sobre la última etapa “parateatral y ritual” del director polaco, y su tesis sobre la vinculación de los “resonadores de la voz” con los llamados chakras; profundizó en la teoría de las resonancias mórficas del biólogo inglés Rupert Sheldrake, y su “equivalencia perfecta en el campo del sonido”; descubrió a cantantes de armónicos como Jonathan Goldman y Jill Bruce; estudió registros de voces de diferentes culturas, como las de los monjes tibetanos o los cantantes de las distintas regiones de Mongolia; redescubrió a pioneros en el campo de estudio de la relación entre la voz y la psique como Alfred Wolfsohn, Roy Hart o Demetrio Stratos.
–Wolfsohn fue el que empezó todo –dice, animado.
–¿Qué fue lo que empezó exactamente? –le pregunto, sin tener mucha idea aún de quién era el tal Wolfsohn.
–La terapia de la voz –dice, y se pone a contarme la historia de aquel hombre:
–Según cuenta la única biografía que se ha escrito sobre él, Wolfsohn fue como voluntario de la Cruz Roja, con 17 o 18 años, a las trincheras de la Primera Guerra Mundial. Un día fue herido mientras estaba intentando salvar a un compañero al que le había caído una metralla, y entonces lo dieron por muerto y lo arrojaron a un depósito de cadáveres, pero él seguía vivo, y cuando se despertó en aquel depósito, pilló una neurosis que hizo que lo enviaran de vuelta a su casa. Wolfsohn estaba muy alterado, decía que tenía alucinaciones auditivas, y que seguía escuchando los gritos y sonidos estertóreos que había escuchado en las trincheras, y que eso lo enfermaba. Se le ocurrió que tal vez la única manera de curarse era intentar reproducir aquellos sonidos, y entonces inició un camino de búsqueda en ese sentido; pero los profesores de canto a los que acudía no lo dejaban gritar, así que decidió aprender por sí mismo a ser terapeuta y profesor de canto. Intentó descubrir si era posible liberarse de su neurosis a través de la catarsis de la voz, y lo logró. Demostró que era posible, y que todo el registro vocal de las personas estaba condicionado por la educación social, por la cultura, y que la voz estaba íntimamente ligada al carácter y a aquello a lo que se le llama alma.
–Interesante.
–Después, durante la Segunda Guerra Mundial, Wolfsohn tuvo que abandonar Berlín a causa de la persecución nazi, porque era judío, y logró llegar a Inglaterra, donde un mecenas inglés le dejó un estudio para que pudiera continuar dando clases y realizando sus investigaciones en torno a la voz. Allí formó durante años a un destacado grupo de alumnos, entre ellos Roy Hart. Y Esteve Graset, mi maestro de voz durante la época de Arena Teatro, fue alumno de la mujer de Wolfsohn, Marita Günther.
–Es decir que a través de Graset tú recibes una influencia casi directa de Alfred Wolfsohn.
–De alguna manera, sí.
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Desde el año 2001 hasta la fecha, Enrique Martínez ha impartido más de cien talleres de voz (el canto, la voz como instrumento de meditación, la voz como herramienta de liberación y superación de viejos traumas, la voz como ritual, la voz y la improvisación instrumental para músicos, la voz y los armónicos, ampliación de la voz para actores, la voz como terapia), y ha publicado tres discos: Mantrax, Viaje a través de la voz y La música sin nombre. A partir de 2009 empezó a hacer conciertos para el público general, llegando a presentarse en numerosos bares, centro culturales y salas de teatro de España. En la actualidad lidera un proyecto-formación de confluencia musical llamado Loom, que consiste en hacer conciertos corales con músicos de distintos registros en espacios sagrados.
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–¿Cómo concilias tu faceta de músico con la de actor?
–Me definen las dos. No son incompatibles. Son complementarias. Me siento más completo por eso. Me siento carne del escenario. Cada una es una terapia. Aunque también depende de la época: cuando dejé Los hombres de Paco estaba obsesionado con desarrollar una carrera como profesor de voz y como cantante de ruidos raros. La verdad es que, cuando a los 18 años tuve aquella crisis porque no sabia qué hacer en la vida y empecé con el teatro, pude haberme dedicado igualmente a la música, porque yo tenía las dos vocaciones (la musical y la teatral) desde pequeño.
–Es decir que, de alguna manera, la música y la interpretación son para ti como las dos caras de una misma moneda.
–Sí, la necesidad de expresarme. Pero además ambos caminos se cruzan varias veces a lo largo de mi vida. Por ejemplo, tuve un acercamiento a la voz en la época de Arena Teatro a través de Esteve Graset, que nos enseñó a trabajar el registro vocal, y que era un hombre muy musical de muchas maneras. Pero, claro, lo hago ahora es algo distinto, algo muy específico y poco habitual.
–¿Por qué?
–Porque mezclo los cantos armónicos, que tienen su procedencia en Mongolia, con otras técnicas vocales. También experimento en el piano con las notas y sus impulsos: los graves son la tierra, los agudos son lo etéreo. El piano simboliza lo que es la parte psicológica de la psiquis humana. Intento utilizar mi voz como canal de ayuda para ampliar el registro vocal de las personas. O sea que, por un lado hago cantos armónicos, y por el otro, uso algunas técnicas vocales, en la mayoría de los casos del canto. Vengo de una formación vocal teatral, y más específicamente, de un teatro de vanguardia.
–¿Qué instrumentos utilizas a parte del piano y de la voz?
–El shruti box, que viene de la India, el monocordio, los panderos, sonajeros, diapasones…
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En 2006, mientras hacía de policía en Los hombres de Paco, Enrique aprovechó un receso de la serie para ir a Estados Unidos a hacer un seminario sobre la voz organizado por Jonathan Goldman –autor, músico, profesor vocal y, según Enrique, “uno de los mayores expertos en terapia vibracional de Norteamérica”–. Tras los nueve días que duró el seminario, se fue a hacer un peregrinaje al Gran Cañón de Colorado.
–El seminario se llamaba Healing Sounds. Ahí conocí a Sarah Benson, una chamana americana muy conocida, que después de una sesión de canto se abrió camino entre todos los asistentes que estaban allí para acercarse a mí y decirme que mi voz era sanadora. Flipé. También conocí a un médico, del que me hice muy amigo, que estaba interesando en el tema de la vibración de las secuencias; y a una música polaca que también se dedicaba a la musicoterapia, y que me enseñó cosas en torno al tema de lo que llaman ‘el poder de la intención’. Después me fui al Gran Cañón con una compañera holandesa que trabajaba con niños autistas, y que había conocido en el autobús rumbo al seminario.
–¿Así que al final el peregrinaje se convirtió en aventura amorosa?
–No, la holandesa era lesbiana. Nos habíamos acercado mucho en el seminario, así que la invité a que viniera conmigo. Ella dudó al principio, pero luego accedió. En el Cañón tuve una experiencia muy potente de transformación, y ella fue como mi escudero. Yo viví aquello como si fuésemos Don Quijote y Sancho Panza. El caballero que va en busca de su espíritu, y su ayudante. Hice como una peregrinación al centro de mí mismo.
–¿En qué sentido?
–La noche que llegamos había tormenta eléctrica por todas partes, los animales del bosque salían y se cruzaban en la calle; era como una película. Al día siguiente me fui a ver el Cañón y allí sentí una fuerte necesidad de bajar al Indian Garden, pero estaba por llover y atardecía, así que los rangers del parque me dijeron que no se podía. Pero yo sudaba y sentía que algo me empujaba a ir hasta allí, así que me escabullí de los rangers.
–¿No te persiguieron?
–Al principio les dije que sólo iba hasta cerca y que volvía enseguida, pero seguí bajando hasta que los perdí de vista mientras ellos me decían que parara. Lo normal hubiese sido que me detuvieran, pero no lo hicieron. Al final, me tomó dos horas ir al Indian Garden.
–¿Y qué pasó cuando llegaste?
–Sentí como que se había producido algo muy fuerte dentro de mí. Había sido una sanación. Era como un ritual que tenía que cumplir. Luego volví en 2009 con una amiga, pero no fue lo mismo.
Después del segundo viaje al Gran Cañón, y como consecuencia de una nueva crisis existencial, se fue a buscar respuestas a la dergah del Maulana (el equivalente al Papa para los sufíes), en Lefke, la parte turca de Chipre, pero al poco tiempo de estar allí se dio cuenta de que no era bien recibido. No se resignó, y siguió buscando: en 2011 se fue a redescubrir México, y quedó tan impresionado por el telurismo de aquel país, que en 2013 volvió para hacer una peregrinación a las tierras de los huicholes de San Andrés, en Jalisco. Allí cantó con los indígenas, participó en sus ceremonias, estudió la relación entre la oración cantada y la música, la puesta en escena de sus ritos religiosos, y trató de comprender a profundidad el poder de la creencia.
–Ahora quiero ir a Mongolia –dice– para estudiar los cantos ancestrales de los chamanes mongoles. También me gustaría hacer un documental sobre el tema.
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–Enrique es un artista psiconauta– dice su representante Sol Montoya–. No se le puede clasificar. Viene de esa corriente de artistas e intelectuales psiconautas que usan su cuerpo como laboratorio, y a la que pertenecen personajes tan conocidos como Lou Reed, William Burroughs, Carlos Castañeda, Dalí, Ernst Jünger, Jack Kerouac, Albert Hoffman o Aldous Huxley. Es un extraterrestre, un personaje literario, siempre está buscándose a sí mismo.
Tras un distanciamiento que duró cuatro años, Enrique y Sol Montoya se reencontraron hace poco y han decidido volver a trabajar juntos.
–Nos alejamos por una tontería, pero eso ya ha quedado atrás. Nos hicimos mucha falta, porque tenemos un vínculo muy fuerte.
–¿Recuerdas su primer papel?
–Sí. Había hecho algunos cortos antes, pero el primer largo fue con La caja 507, de Urbizu. Enrique es tímido. Está como en un caparazón, y sólo se abre completamente cuando actúa o canta. Es una persona muy sensible, todo lo vive de manera muy intensa. Recuerdo que en el rodaje de aquella película él hacía su papel de farlopero de discoteca de manera genial, pero luego en los recesos se sentaba a comer con los técnicos y los electricistas porque su timidez le impedía sentarse con los demás actores.
–¿Qué cualidades destacas de él como actor?
–Es un camaleón. Tiene una voz preciosa. Sabe fijar mucho y encontrar instintivamente el personaje. Fija, y si tiene que repetir una toma, la hace igual. Hay pocos actores que tengan esa disciplina. Matiza muy bien las palabras, los textos.
El guionista Pepón Montero lo describe de la siguiente manera:
–Enrique es un actor muy especial. No es sólo su apariencia, también es su manera de ser, de moverse, de interpretar. Yo lo conocí porque estaba encargado de hacer un casting para un programa de Canal+ al que se había presentado mucha gente, y de repente apareció Enrique: tenía el pelo rojo, más rojo que ahora, y nos hizo una imitación de un papel de teatro. No teníamos personaje para él, pero lo vimos y dijimos “ostia, ¿éste quién es?; a éste hay que llamarlo otra vez”. Entonces le pillamos e hicimos un personaje especialmente para él.
Enrique fue reclutado por Pepón Montero para el programa Los Canalone, y al poco tiempo se hicieron amigos. Con los años, han vuelto a trabajar juntos en varias ocasiones, pero el guionista recuerda con especial cariño la gira que hicieron con la obra de teatro Dos hombres sin destino:
–Uno de los momentos más especiales fue cuando fuimos a Murcia en 2004 y nos presentamos en el Teatro Romea. Para él era como la vuelta a su tierra después de mucho tiempo, y la sala se llenó para recibirlo. También vino su madre. La obra duraba hora y media, y el público no paraba de reír. Fue algo muy emocionante. Cuando terminó la obra, los demás actores dejaron que Enrique saliera a saludar solo, y todo el teatro se levantó y le aplaudió en homenaje. Terminamos todos llorando –dice, y ríe a carcajadas.
–¿Qué piensas de él como persona?
–Ricky es un marciano, es de otro mundo. De repente se va con los indios a una montaña o se va a un pueblo perdido a cantar. Siempre anda buscándose –dice Pepón, y después agrega, bromeando:
–O se encontró y no se gustó, y por eso se sigue buscando. Ja,ja,ja. En fin, es un gran tipo –dice–, un gran amigo de sus amigos. De lo contrario no estaríamos sentados aquí hablando.
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Son las 21:00, y en la Iglesia de San Manuel y San Benito el párroco acaba de dar por terminada la misa de los sábados. Antes de despedirse, anuncia a los feligreses que a continuación el templo acogerá un concierto especial de voces armónicas, y los invita a quedarse: algunos se levantan para irse; otros sienten curiosidad y deciden permanecer en sus butacas. Afuera, Madrid es un gran enjambre de luces. Por la calle Alcalá desfilan autos, algún autobús amarillo que viene bajando del aeropuerto, algunos ciclistas. La noche aprieta como un nudo. Frente a las puertas de la iglesia, un tropel de gente aguarda para entrar y ver el concierto.
Se abren las puertas de la iglesia: algunos salen, otros entran. En el público hay señoras y señores mayores, devotos, niños, adolescentes, yoguis, músicos, hombres y mujeres del mundo del cine y del teatro, hombres y mujeres que nada tienen que ver con el mundo del cine y del teatro, técnicos, obreros, empleados, gais, ateos, izquierdistas, escritores, músicos, diseñadores, personas común y corriente, vecinos del barrio, y otros curiosos. Suman, entre todos, más de 200 personas: algunos conocen a Enrique o al menos conocen su trabajo, y, por lo tanto, saben exactamente de qué va el concierto. Otros, en cambio, no tienen ni la más mínima idea.
Tras unos minutos, cesa el barrullo y el silencio se instala en la iglesia: es la señal de que el concierto va a comenzar. Enrique sale de una puerta lateral y camina hasta el fondo del templo; de pronto, empieza a hacer ruidos con su voz: son armónicos. El público se gira para mirarlo: su voz es un estruendo, un mapa de algo que no se ve pero que pone los pelos de punta. Enrique canta mientras atraviesa la planta central, y se detiene a los pies del ábside. Se da media vuelta. Se sienta en una pequeña tarima que ha sido dispuesta para el concierto, y sigue cantando.
Entonces se le une el resto de músicos del grupo: David Moretti, Esther Eu, Jesús Fictoria y José Perrelló. Sobre una tela, alrededor de Enrique, hay monocordios, maracas, percusiones, un tambor chamánico, un gong horizontal chino, cajas shruti, una guitarra, un sitar, una trompeta, un fiscorno, varios cuencos tibetanos… Los músicos se reparten los instrumentos y empiezan a construir en el aire un despliegue coral de voces y sonidos: entre todos le dan forma a una trenza intangible de cantos armónicos, cantos tribales y voces tibetanas.
El concierto es trasgresor, pero al mismo tiempo solemne: las notas suben hasta la enorme cúpula decorada con mosaicos de simbología religiosa, y luego rompen como una ola contra las paredes del templo neo-bizantino, creando una atmósfera ceremonial que sobrecoge al público. Algunas señoras mayores se levantan y se marchan, desconcertadas; algunos yoguis cierran los ojos y colocan las manos sobre las piernas, como si estuvieran meditando. El resto observa con asombro, con sorpresa, con desasosiego, con placer o con incredulidad el insólito espectáculo.
Tras una hora de concierto, Enrique da unas breves instrucciones al público y le pide que cante con él, los guía, les enseña cómo hacer ciertos sonidos, cómo construir ciertos armónicos, y el público responde con acierto: durante unos minutos parece como si todas las voces formaran una sola voz, monumental y poderosa, que inunda la iglesia.
–¡Qué pasada! –dice alguien cerca de mí cuando todo termina y lo único que se escucha ya es un enorme silencio–. Discurren unos segundos, pero nadie sabe qué hacer, hasta que de repente alguien se levanta y empieza a aplaudir, y enseguida el resto le imita: casi 200 personas aplauden de pie a los músicos.
–¡Ha sido increíble! –me dice alguien mientras caminamos hacia la salida. Yo escucho y asiento, y después me digo por dentro que ésta debe de haber sido una de las experiencias más surreales que me han tocado vivir.
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–¿Hola?
–Hola, Enrique, ¿cómo estás?
–¿Hola?
–Enrique, ¿me escuchas? –al otro lado del auricular apenas se distingue su voz.
–Sí, es que hay mucho ruido porque estoy en un cumpleaños.
–¿Podría pasar a verte un rato mañana para hacerte unas preguntas que me quedaron pendientes?
–Sí, por supuesto –dice–. Vente a casa temprano, y luego vamos a comer algo.
Es un domingo de junio, y hace calor: se asoma el verano. Una brisa seca pasa y despeina las veredas. Arriba, entre algunas nubes rezagadas, el sol parece un ojo sin párpado. Oprimo el botón del telefonillo: han pasado algunas semanas desde la última vez que hablamos.
–Sube –dice, y presiona el interruptor. Subo.
La puerta de su piso está abierta: me dice que entre. Lo encuentro en el salón, mirando el teléfono: lleva una camiseta naranja y unos pantalones cargo grisáceos. Sonríe, parece estar de buen humor. Esta vez tiene el pelo más corto.
–Vamos a la terraza –dice, y nos ponemos a hablar.
Dice que acaba de hacer una pequeño papel en la nueva película que está preparando Álex de la Iglesia. Dice que también ha hecho hace poco de obispo en un episodio de la serie Águila roja, de TVE (ya había hecho de obispo en 2011, en la serie Isabel). Dice que el año pasado estuvo viajando a los estudios Korda, en Hungría, donde se rodó la serie Alatriste, de Telecinco, y en la que interpretó a Rafael Cózar, un famoso teatrero de Madrid que está casado con la protagonista de la serie. Dice que ahora se está preparando para hacer un papel protagónico en un largometraje que han escrito Pepón Montero y Juan Maidagán, y que empezará a rodarse en septiembre. Dice que se está planteando aplicar para cantar con el Circo del Sol porque han abierto una convocatoria para cantantes con características muy particulares. Dice que mientras tanto se mantiene ocupado impartiendo talleres de voz, colaborando con varios proyectos musicales, y dando conciertos cuando surge la ocasión.
–Siento que tengo que volver a nacer como actor de cine y televisión. Ahora que he vuelto con mi representante, tengo ganas de hacer cosas nuevas.
A lo largo de su carrera en el cine y la tele, Enrique Martínez ha sido MacAlf, Adolfo, Quique Gallardo, Pichín Rivera, Hoffman, Slam, Cándido, Pepón, Bravo, Julián Morillo o Michael. Ha hecho de farlopero, de mecánico, de visitador de un círculo de lectores, de roquero, de interventor, de criado, de florista, de cureillista, de rey, de doctor, de ladrón, de policía. Ha trabajado como protagonista, como secundario fijo, como actor de reparto, como actor episódico y como figurante (con frases y sin ellas). En su vida privada, algunos lo conocen como Ricky; otros, como Quique; y otros simplemente le llaman Enrique. Su nombre –así, completo: Enrique Martínez Muñoz– figura en algunos de los libros más importantes que se han escrito sobre el teatro contemporáneo en España. Y en el mundo de la música, hay quienes sostienen que él es un chamán de la voz y un guerrero espiritual.
Está claro: Enrique Martínez no es un hombre, es muchos hombres. Su biografía es un blanco móvil, difícil de fijar.
–¿Qué te hace levantarte por las mañanas?
–A esta altura de mi vida no lo sé… Fíjate. De pequeño me gustaba ir al colegio, pero luego después le cogí miedo. Lo que me despierta cada mañana es la curiosidad de seguir viviendo, de ver qué pasa.
–¿Nunca te sientes solo?
–Nunca había vivido solo hasta hace poco menos de una década, cuando me separé de la que había sido mi pareja durante diecisiete años. Desde entonces he vivido diferentes formas de soledad: he pasado por la soledad querida, luego por la soledad forzada, y ahora vivo la soledad del lobo estepario, del que se siente bien solo, del que no necesita apoyar su vida en otra persona para sentirse acompañado.
–Como el Harry Haller de Hermann Hesse…
–Sí. Desde adolescente me he sentido identificado con El lobo estepario.
–¿Te consideras una persona extraña?
–Todos somos extraños. Estar en el mundo y a la vez ser consciente de lo extraño que es estar en el mundo, eso en sí es algo completamente extraño. No saber de dónde venimos, ni a dónde vamos. Experimentar el milagro de la vida, y ser conscientes de ello.
–Después de tanto buscar, ¿cuál crees tú que es el sentido de todo esto?
–Creo que todo lo que haces en la vida es un medio para llegar a encontrarte a ti, y para llegar a sentirte más en paz. La vida es como un viaje hacia uno mismo –dice, y después agrega:
–Como diría John Lennon: todo lo demás son proyectos.